EL HOMBRE primitivo se consideraba deudor de los espíritus, necesitado de redención. Según los salvajes los espíritus tenían todo el derecho de mandarles aún más mala suerte. A medida que pasó el tiempo, este concepto se desarrolló en la doctrina del pecado y de la salvación. El alma se consideró como llegada al mundo con una prenda—el pecado original. El alma debía ser rescatada; era necesario proveer un chivo expiatorio. El cazador de cabezas, además de practicar el culto de la adoración a la calavera, podía proveer un sustituto de su propia vida, un hombre expiatorio.
El salvaje muy pronto se obsesionó con la idea de que los espíritus derivaban gran satisfacción de la vista del sufrimiento, la pena y la humillación humanos. Al principio, el hombre tan sólo se preocupó por los pecados de comisión, pero más adelante le inquietaron también los pecados de omisión. Y el entero sistema subsiguiente de sacrificios surgió de estas dos ideas. Este nuevo rito tenía que ver con la observancia de las ceremonias de propiciación representadas por los sacrificios. El hombre primitivo creía que se debía hacer algo especial para ganar el favor de los dioses; tan sólo la civilización avanzada reconoce a un Dios uniformemente benevolente y de temperamento invariable. La propiciación era un seguro contra la mala suerte inmediata más bien que una inversión en la felicidad futura. Y los ritos de evitación, exorcismo, coerción y propiciación se combinan los unos con los otros.