Una religión considerada en forma superficial y con ligereza, no puede durar, especialmente cuando no cuenta con un sacerdocio que fomente sus formas y llene el corazón de los devotos de temor y respeto. La religión olímpica no prometía salvación, ni calmaba la sed espiritual de sus creyentes; por lo tanto estaba destinada a perecer. Dentro de un milenio de su eomienzo ya casi había desaparecido, y los griegos no tenían una religión nacional, habiendo perdido los dioses del Olimpo su influencia sobre las mejores mentes.
Tal era la situación cuando, durante el siglo sexto antes de Cristo, el Oriente y el Levante experimentaron un renacimiento de la conciencia espiritual y un nuevo despertar del reconocimiento del monoteísmo. Pero el oeste no participó en este nuevo desarrollo; ni Europa ni el norte de África participaron extensamente en este renacimiento religioso. Sin embargo, los griegos sí participaron en un magnífico avance intelectual. Habían comenzado a dominar el temor y ya no buscaban en la religión su antídoto, pero tampoco concebían la verdadera religión como cura para el hambre del alma, la inquietud espiritual y la desesperación moral. Buscaban el placer del alma en el pensamiento profundo—filosofía y metafísica. Pasaron de la contemplación de la autopreservación—salvación– a la autorrealización y a la autocomprensión.
Mediante un raciocinio riguroso los griegos intentaban alcanzar una conciencia de seguridad que sirviera como substituto de la creencia en la sobrevivencia, pero fracasaron completamente. Sólo los más inteligentes de entre las clases más altas de los pueblos helénicos pudieron captar esta nueva enseñanza; la masa de la progenie de los esclavos de generaciones anteriores no tenía capacidad ninguna para recibir este nuevo sustituto de la religión.
Los filósofos repudiaban toda forma de adoración, a pesar de que todos ellos se aferraban ligeramente a una creencia subyacente en la doctrina de Salem de la «Inteligencia del universo», «la idea de Dios» y «la Gran Fuente». En cuanto que los filósofos griegos reconocían lo divino y lo superfinito, eran francamente monoteístas; poco reconocimiento daban a la galaxia entera de dioses y diosas olímpicos.
Los poetas griegos del siglo quinto y sexto, particularmente Píndaro, intentaron reformar la religión griega. Elevaron sus ideales, pero eran más artistas que religionistas. No pudieron desarrollar una técnica de fomento y conservación de los valores supremos.
Xenófanes enseñó la existencia de un Dios, pero su concepto de la deidad era demasiado panteísta para ser el Padre personal para el hombre mortal. Anaxágoras fue un mecanicista excepto que reconoció una Causa Primera, una Mente Inicial. Sócrates y sus sucesores, Platón y Aristóteles, enseñaron que la virtud es conocimiento; la bondad, salud del alma; que es mejor sufrir injusticias que ser culpable de ellas, que está mal devolver mal por mal, y que los dioses son sabios y buenos. Sus virtudes cardinales eran: sabiduría, valor, moderación y justicia.
La evolución de la filosofía religiosa entre los pueblos helénico y hebreo ofrece una ilustración contrastante de la función de la iglesia como institución en la formación del progreso cultural. En Palestina, el pensamiento humano estaba tan controlado por el sacerdocio y dirigido por las escrituras que la filosofía y la estética fueron totalmente ahogadas por la religión y la moralidad. En Grecia, la ausencia casi completa de sacerdocio y de «escrituras sagradas» dejó libre y sin cadenas a la mente humana, dando como resultado un desarrollo sorprendente de la profundidad del pensamiento. Pero la religión como experiencia personal no consiguió mantenerse al ritmo de la investigación intelectual en la naturaleza y realidad del cosmos.
En Grecia, el creer estaba subordinado al pensar; en Palestina, el pensar estaba subordinado al creer. Mucha parte de la fuerza del cristianismo se debe al hecho de que éste pidió prestado tanto de la moralidad hebrea como del pensamiento griego.
En Palestina, el dogma religioso se volvió tan cristalizado como para poner en peligro un crecimiento ulterior; en Grecia, el pensamiento humano se volvió tan abstracto que el concepto de Dios se resolvió en un vapor neblinoso de especulación panteísta, no muy distinto de la impersonal Infinidad de los filósofos brahmanes.
Pero el hombre común de esos tiempos no podía captar la filosofía griega de la autorrealización ni la Deidad abstracta, ni tampoco le interesaba grandemente; en cambio anhelaba las promesas de salvación, combinadas con un Dios personal que pudiera escuchar sus oraciones. Exilaron a los filósofos, persiguieron los restos del culto salemita, habiéndose vuelto ambas doctrinas muy mezcladas, y se prepararon para la terrible sumersión orgiástica en las locuras de los cultos de misterio que por aquel entonces se estaban diseminando por las tierras mediterráneas. Los misterios eleusinianos crecieron dentro del panteón olímpico, una versión griega de la adoración de la fertilidad; floreció el culto de Dionisio a la naturaleza; lo mejor de los cultos fue la hermandad órfica, cuyas predicaciones morales y promesas de salvación tuvieron gran atractivo para muchos.
Toda Grecia fue permeada por estos nuevos métodos de obtener salvación, estos ceremoniales emotivos y ardientes. Ninguna nación alcanzó jamás tales alturas de filosofía artística en tan poco tiempo; ninguna creó jamás un sistema tan avanzado de ética prácticamente sin Deidad y enteramente libre de promesas de salvación humana. Ninguna nación se sumergió tan rápida, profunda y violentamente en tales profundidades de estancamiento intelectual, depravación moral y pobreza espiritual como este mismo pueblo griego, al arrojarse al remolino enloquecido de los cultos de misterio.
Las religiones han perdurado largamente sin apoyo filosófico, pero pocas filosofías, como tales, han persistido por mucho tiempo, sin identificarse de alguna manera con una religión. La filosofía es para la religión como el concepto es para la acción. Pero el estado ideal humano es aquel en que la filosofía, la religión y la ciencia se combinan en una unidad significativa mediante la acción conjunta de la sabiduría, la fe y la experiencia.