El sacrificio humano fue un resultado indirecto del canibalismo a la vez que también su curación. La idea de proveer escoltas espirituales al mundo espiritual llevó también a la disminución de la práctica de comer carne humana, porque no fue nunca costumbre comerse estos sacrificios a causa de muerte. Ninguna raza ha estado enteramente libre de la práctica del sacrificio humano en alguna forma y en algún momento de su historia, aunque los andonitas, noditas y adanitas fueron los que menos practicaron el canibalismo.
El sacrifico humano ha sido virtualmente universal; persistió en las costumbres religiosas de los chinos, hindúes, egipcios, hebreos, mesopotamios, griegos, romanos y muchos otros pueblos, y aún persiste hasta tiempos recientes entre las tribus retrógadas de África y Australia. Los indios americanos más recientes tuvieron una civilización surgida del canibalismo y por consiguiente repleta de sacrificio humano, máxime en la América Central y del Sur. Los caldeos fueron entre los primeros en abandonar los sacrificios humanos en ocasiones comunes, sustituyéndolos por animales. Alrededor de dos mil años atrás un emperador japonés de corazón tierno introdujo imágenes de arcilla para que tomaran el lugar de los sacrificios humanos, pero fue menos de mil años atrás cuando estos sacrificios desaparecieron del norte de Europa. Entre algunas tribus atrasadas, el sacrificio humano aún existe hoy día en forma de acción voluntaria, un tipo de suicidio religioso o ritualístico. Cierta vez un shamán ordenó el sacrificio de un anciano muy respetado de cierta tribu. El pueblo se sublevó; se negaron a obedecer. Entonces el anciano mismo hizo que su propio hijo lo matara; los antiguos realmente creían en esta costumbre.
No existe una crónica más trágica y patética que ilustre las contiendas dolorosas entre las antiguas costumbres religiosas honradas por el tiempo y las demandas contrarias de la civilización en avance que la narrativa hebrea de Jefté y su única hija. Tal como era costumbre, este hombre bien intencionado había hecho un voto tonto, había negociado con el «dios de las batallas», acordando pagar cierto precio por la victoria sobre sus enemigos. Este precio consistía en sacrificar al primero que saliese de su casa para recibirlo cuando volviese él al hogar. Jefté pensó que uno de sus esclavos de confianza se le acercaría para recibirlo, pero resultó que su única hija salió para saludarle. Así pues, aún en esa fecha reciente y en un pueblo supuestamente civilizado, esta bella doncella, después de dos meses de gracia para llorar su destino, fue efectivamente ofrecida como sacrificio humano por su padre, y con la aprobación de sus semejantes de la tribu. Todo esto se efectuó a pesar de las estrictas reglamentaciones de Moisés contra los sacrificios humanos. Pero los hombres y las mujeres están adictos a hacer votos tontos e innecesarios, y los hombres antiguos consideraban altamente sagradas tales promesas.
En tiempos antiguos, cuando se comenzaba a construir un edificio de importancia, era costumbre asesinar a un ser humano como «sacrificio para los cimientos». Esto proveía un espíritu fantasmal para proteger y vigilar la estructura. Cuando los chinos fundían una campana, la costumbre decretaba el sacrificio de por lo menos una doncella para el propósito de mejorar el tono de la campana; la muchacha seleccionada era arrojaba viva al metal fundido.
Por mucho tiempo existió la práctica entre muchos grupos de incorporar esclavos vivos en las murallas importantes. En tiempos más recientes las tribus del norte de Europa sustituyeron esto por la sepultación de la sombra de alguien que pasaba, dejándose así de cementar seres vivos en los muros de los nuevos edificios. Los chinos sepultaban en las murallas a los albañiles que murieron al construirlas.
Un reyezuelo de Palestina, al construir los muros de Jericó, «echó el cimiento sobre Abiram, su primogénito, y puso las puertas sobre su hijo menor, Segub». En tiempos tan recientes este padre no solamente sacrificó vivos a dos de sus hijos en los huecos de los cimientos de las puertas de la ciudad, sino que su acción fue considerada «conforme a la palabra del Señor». Moisés había prohibido estos sacrificios asociados con los cimientos, pero poco tiempo después de su muerte los israelíes volvieron a practicar estos ritos. La ceremonia del siglo veinte que consiste en depositar bagatelas y prendas en la piedra angular de un nuevo edificio es reminiscente de estos primitivos sacrificios cimientales.
Por mucho tiempo fue costumbre de muchos pueblos dedicar los primeros frutos a los espíritus. Y estas observancias, que ahora son más o menos simbólicas, son residuos de ceremonias más antiguas que comprendían el sacrificio humano. La idea de ofrecer al hijo primogénito como sacrificio estaba difundida entre los antiguos, especialmente entre los fenicios que fueron los últimos en abandonar esta práctica. Se solía decir en el momento del sacrificio, «una vida por una vida». Ahora vosotros decís junto a la muerte, «polvo al polvo».
El espectáculo de Abraham obligado a sacrificar a su hijo Isaac, aunque resulte espantoso para la susceptibilidad civilizada, no era una idea nueva ni extraña para los hombres de aquellos días. Había sido práctica común durante mucho tiempo que un padre sacrificara a su primogénito en una situación crítica. Muchas gentes tienen tradiciones análogas a esta historia, porque antiguamente existía la creencia profunda y generalizada de la necesidad de ofrecer un sacrificio humano cada vez que ocurría algo extraordinario o fuera de lo común.