ESTE lunes por la mañana temprano, como se había planeado, Jesús y los apóstoles se reunieron en la casa de Simón en Betania, y después de una breve conferencia emprendieron camino hacia Jerusalén. Los doce estaban extrañamente taciturnos durante este viaje hacia el templo; no se habían recuperado de la experiencia del día precedente. Estaban a la expectativa, temerosos y profundamente afectados por cierto sentimiento de desapego que surgía del repentino cambio de táctica del Maestro, combinado con su instrucción de que no hicieran ninguna enseñanza pública durante la semana de Pascua.
Al viajar este grupo por la ladera del Monte de los Olivos, Jesús iba adelante, y los apóstoles le seguían de cerca en silencio meditativo. Sólo un pensamiento dominaba la mente de todos ellos, excepto la de Judas Iscariote, y ese pensamiento era: ¿Qué hará el Maestro hoy? El pensamiento dominante de Judas era: ¿Qué haré yo? ¿He de seguir con Jesús y mis asociados, o debo separarme? Y si me separo, ¿de qué manera debo romper esta relación?
Eran aproximadamente las nueve de esta hermosa mañana cuando estos hombres llegaron al templo. Fueron inmediatamente al gran patio en el que Jesús tan frecuentemente había enseñado, y después de saludar a los creyentes que le estaban esperando a él, Jesús trepó a una de las plataformas de enseñanza y comenzó a hablar a la multitud que se estaba reuniendo allí. Los apóstoles se retiraron a corta distancia y esperaron los acontecimientos.