Aunque varios maestros continuaron explicando el evangelio de Isaías, le tocó a Jeremías tomar el próximo paso audaz en la internacionalización de Yahvé, Dios de los hebreos.
Jeremías declaró audazmente que Yahvé no estaba del lado de los hebreos en sus contiendas militares con otras naciones. Declaró que Yahvé era Dios de toda la tierra, de todas las naciones y de todos los pueblos. Las enseñanzas de Jeremías representaron el crescendo de la ola en aumento de la internacionalización del Dios de Israel; finalmente y por siempre este predicador intrépido proclamó que Yahvé era el Dios de todas las naciones, que no había Osiris para los egipcios, Bel para los babilonios, Asur para los asirios ni Dagón para los filisteos. Y así, la religión de los hebreos compartió en ese renacimiento del monoteísmo en todo el mundo alrededor de esta época y después de ella; por fin el concepto de Yahvé había ascendido al nivel de Deidad de dignidad planetaria y aún cósmica. Pero muchos de los asociados de Jeremías encontraban difícil concebir a Yahvé aparte de la nación hebrea.
Jeremías predicó también sobre el Dios justo y amante descrito por Isaías, declarando: «Sí, con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia». «Porque no aflige voluntariamente a los hijos de los hombres».
Dijo este intrépido profeta: «Recto es nuestro Señor, grandioso en su consejo y poderoso en su obra. Sus ojos están abiertos sobre todos los caminos de todos los hijos de los hombres, para dar a cada uno de acuerdo con su camino y de acuerdo con el fruto de sus obras». Pero se consideró traición blasfema cuando, durante el sitio de Jerusalén, él dijo: «Y ahora yo he puesto estas tierras en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo». Y cuando Jeremías aconsejó que se rindiera la ciudad, los sacerdotes y los gobernantes civiles le arrojaron en el foso cenagoso de un lúgubre calabozo.