La adoración de las rocas, las colinas, los árboles y los animales evolucionó naturalmente a través de la veneración temerosa de los elementos hasta deificar el sol, la luna y las estrellas. En la India y en otros lugares, las estrellas eran consideradas las almas glorificadas de los grandes hombres que habían partido de la vida en la carne. Los cultistas caldeos de las estrellas se consideraban a sí mismos hijos del cielo el padre y de la tierra la madre.
La adoración de la luna precedió a la adoración del sol. La veneración de la luna llegó a su máxima expresión durante la era de caza, mientras que la adoración del sol se volvió la ceremonia religiosa principal en las eras agrícolas subsiguientes. La adoración del sol por primera vez arraigó extensamente en la India, y allí persistió por más tiempo. En Persia la veneración del sol dio origen al culto mitraico posterior. Entre muchos pueblos el sol se consideraba el antepasado de sus reyes. Los caldeos colocaban al sol en el centro de «los siete círculos del universo». Las civilizaciones más recientes honraron al sol dando su nombre al primer día de la semana.
El dios sol se consideraba el padre místico de los hijos del destino nacidos de la virgen que de vez en cuando, según se creía, se otorgaban como liberadores de razas favorecidas. Estos infantes sobrenaturales siempre aparecían a la deriva en algún río sagrado para ser salvadores de una forma extraordinaria, después de lo cual crecían hasta volverse personalidades milagrosas y los liberadores de sus pueblos.