En términos generales, durante cualquier etapa la posición de la mujer constituye un criterio justo del proceso evolutivo del matrimonio como institución social, mientras que el progreso del matrimonio mismo es un termómetro razonablemente preciso de los avances de la civilización humana.
La posición de la mujer ha sido siempre una paradoja social; ella ha sido siempre una administradora astuta del hombre; ha capitalizado siempre sobre el impulso sexual más fuerte del hombre, para satisfacer sus propios intereses y su propio avance. Mediante el uso astuto de sus encantos sexuales, frecuentemente ha sido capaz de ejercer un poder dominador sobre el hombre, aun cuando éste la mantenía en la esclavitud más abyecta.
La mujer primitiva no era para el hombre una amiga, novia, amante y socia sino más bien una posesión, una sierva o esclava y más adelante, una socia económica, un juguete y una productora de hijos. Sin embargo, las relaciones sexuales apropiadas y satisfactorias han necesitado siempre del elemento de elección y cooperación por parte de la mujer, y ello ha proporcionado siempre a las mujeres inteligentes una influencia considerable sobre su posición personal inmediata, a pesar de la posición social de su sexo. Pero la desconfianza y sospecha por parte del hombre fueron estimuladas por el hecho de que la mujer se vio siempre obligada a recurrir a la astucia para aliviar su esclavitud.
Los sexos han tenido gran dificultad en comprenderse. El hombre encontraba difícil comprender a la mujer, considerándola con una extraña mezcla de desconfianza ignorante y fascinación temerosa, cuando no con sospecha y desprecio. Muchas tradiciones tribales y raciales culpan de todas las dificultades a Eva, Pandora u otra representante de la humanidad femenina. Estas narrativas siempre fueron distorsionadas a fin de indicar que la mujer traía el mal al hombre; y todo ello indica la desconfianza de la mujer, sentimiento antiguamente universal. Entre los motivos citados a favor del sacerdocio célibe, el principal era la bajeza de la mujer. El hecho de que la mayoría de las supuestas brujas eran mujeres no mejoró la antigua reputación de este sexo.
El hombre ha considerado por mucho tiempo a la mujer como peculiar, aun anormal. Ellos aun han creído que las mujeres no tenían alma; por consiguiente no se les daba nombre. Durante los tiempos primitivos existía gran temor de la primera relación sexual con una mujer; de allí se volvió costumbre que el sacerdote tuviera la relación inicial con una virgen. Aun se llegó a pensar que la sombra de una mujer sería peligrosa.
Antiguamente se consideraba que dar a luz convertía a la mujer en peligrosa e impura. Muchas costumbres tribales decretaban que la madre debía someterse a ceremonias extensas de purificación después del nacimiento de un hijo. Excepto entre aquellos grupos en que el hombre participaba en el parto, se evitaba a la mujer embarazada, se la dejaba sola. Los antiguos aun llegaban a prohibir que el niño naciese dentro de la casa. Finalmente, se les permitió a las viejas atender a la madre durante el parto, y esta práctica dio origen a la profesión de partera. Durante el parto, se decían y hacían cantidades de tonterías para facilitar el alumbramiento. Era costumbre esparcir al neonato con agua bendita para prevenir la interferencia de los fantasmas.
Entre las tribus no mezcladas, el parto era comparativamente fácil, llevando tan sólo dos o tres horas; pocas veces es tan fácil entre las razas mezcladas. Si una mujer moría de parto, especialmente durante el alumbramiento de mellizos, se creía que había sido culpable de adulterio espiritual. Más adelante, las tribus más evolucionadas consideraron la muerte por parto como voluntad del cielo; se consideraba que tales madres habían muerto por una causa noble.
La así llamada modestia de las mujeres en cuanto a su vestimenta y la exposición de su persona surgió del temor mortal de ser observada durante el período menstrual. Ser vista de esta manera constituía un pecado serio, la violación de un tabú. Bajo las costumbres establecidas de los tiempos antiguos, toda mujer, desde la adolescencia hasta el fin de su período reproductor, estaba sujeta a una cuarentena completa de la familia y de la sociedad por una semana entera cada mes. Todo lo que ella tocaba, el lugar donde se sentaba o donde yacía se consideraba «inmundo». Durante mucho tiempo existió la costumbre de azotar brutalmente a una muchacha después de cada menstruación, para que se escapara de su cuerpo el espíritu maligno. Pero cuando la mujer sobrepasaba el período reproductor, generalmente se la trataba con más consideración, siéndole acordados más derechos y privilegios. En vista de todo esto no es extraño que las mujeres fueran despreciadas. Aun entre los griegos se creía que la mujer menstruante era una de las tres grandes causas de inmundicia, siendo las otras dos el cerdo y el ajo.
Aunque estas ideas vetustas fueran muy tontas, hicieron cierto bien puesto que otorgaron a las mujeres explotadas, por lo menos durante la juventud, una semana por mes de descanso bien merecido y meditación útil. Así podían ellas aguzar el ingenio para negociar con sus asociados masculinos el resto del tiempo. Esta cuarentena de las mujeres también protegía a los hombres de una indulgencia sexual exagerada, contribuyendo de esta manera indirectamente a la restricción de la población y a la elevación del autocontrol.
Se realizó un gran avance cuando se le negó al hombre el derecho de matar a su mujer a voluntad. Del mismo modo fue un paso hacia adelante el momento en que la mujer tuvo el derecho de poseer los obsequios de boda. Más adelante, ganó el derecho legal a poseer, controlar y aun disponer de la propiedad, pero por mucho tiempo estuvo privada del derecho de ocupar posiciones en la iglesia o el estado. La mujer ha sido tratada siempre más o menos como una posesión, hasta el siglo veinte después de Cristo y aun durante este siglo. Aún no ha podido liberarse a nivel mundial de la reclusión impuesta por el control del hombre. Aun entre los pueblos avanzados, el intento del hombre de proteger a la mujer ha sido siempre una declaración tácita de su propia superioridad.
Pero las mujeres primitivas no se tenían lástima de sí mismas como lo suelen hacer sus hermanas más recientemente liberadas. Después de todo eran relativamente felices y satisfechas. No se atrevían a imaginar una forma de existencia diferente o mejor.