En la primitiva evolución de las costumbres maritales, el matrimonio era una unión laxa que podía ser terminada a voluntad, y los hijos siempre seguían a la madre; el vínculo madre-hijo es instintivo y ha funcionado sin relación alguna con la etapa de desarrollo de las costumbres.
Entre los pueblos primitivos sólo alrededor de la mitad de los matrimonios resultaban satisfactorios. La causa más frecuente de separación era la esterilidad, de la cual siempre se culpaba a la esposa; y se creía que las esposas sin hijos se volvían serpientes en el mundo espiritual. Bajo las costumbres más primitivas, el divorcio se otorgaba a opción del hombre únicamente, y estas normas han persistido hasta el siglo veinte entre algunos pueblos.
A medida que evolucionaron las costumbres, ciertas tribus desarrollaron dos tipos de matrimonio: el matrimonio ordinario, que permitía el divorcio y el matrimonio sacerdotal, que no permitía la separación. La inauguración de la compra de la esposa y de la dote traída por la esposa, al introducir una multa sobre la propiedad privada por fracaso del matrimonio, disminuyó mucho la frecuencia de las separaciones. Y efectivamente, muchas uniones modernas son estabilizadas por este antiguo factor de la propiedad privada.
La presión social del estado dentro de la comunidad y los privilegios propietarios siempre ha sido poderosa en el mantenimiento de los tabúes y costumbres del matrimonio. A través de las edades, el matrimonio ha hecho un progreso continuado y se encuentra en una posición de avanzada en el mundo moderno, a pesar de sufrir los amenazadores embates de una gran insatisfacción entre aquellos pueblos en los que la selección individual—una nueva libertad– existe en forma más preponderante. Aunque estos trastornos de ajuste aparecen entre las razas más progresivas como resultado de una evolución social repentinamente acelerada, entre los pueblos menos avanzados el matrimonio continúa floreciendo y mejorándose lentamente bajo la guía de las viejas costumbres.
La nueva y repentina sustitución de la tradición ideal pero extremadamente individualista del motivo del amor en el matrimonio, en lugar del motivo de la propiedad privada, más antiguo y largamente establecido, inevitablemente ha ocasionado una inestabilidad temporal en la institución del matrimonio. Los motivos del hombre para el matrimonio siempre han transcendido de lejos a la moral verdadera del matrimonio; en los siglos diecinueve y veinte, el ideal occidental del matrimonio ha pegado un extraordinario y repentino salto hacia adelante que lo ha colocado a gran distancia de los impulsos egocéntricos y los impulsos sexuales tan sólo parcialmente controlados de las razas. La presencia de grandes números de solteros en cualquier sociedad indica o la ruptura provisional de las costumbres o lo que están en una etapa de transición.
La verdadera prueba del matrimonio, a lo largo de las edades, ha sido esa intimidad continua que es inescapable en toda vida familiar. Dos jóvenes mimados y sobreprotegidos, educados a esperar toda indulgencia y plena gratificación de su vanidad y ego, no tendrán gran éxito en el matrimonio y la construcción del hogar—una asociación vitalicia que implica autosacrificio, compromiso, devoción y dedicación altruista a la puericultura.
El alto grado de imaginación y romance fantástico que participa del galanteo es en gran parte responsable por el aumento de las tendencias hacia el divorcio entre los pueblos occidentales modernos, todo lo cual se encuentra complicado adicionalmente por la mayor libertad personal de la mujer y su mayor libertad económica. La facilidad con que se obtiene el divorcio, cuando resulta de la falta de autocontrol o de la falta de ajuste normal de la personalidad, tan sólo conduce directamente de vuelta a aquellas etapas burdas de la sociedad de las cuales el hombre ha surgido tan recientemente y con tanta angustia personal y sufrimiento racial.
Pero mientras la sociedad no sepa educar adecuadamente a sus hijos y a su juventud, mientras el orden social no sepa proveer un adiestramiento premarital adecuado, y mientras el idealismo juvenil sin sabiduría ni madurez sea el árbitro del ingreso en el matrimonio, el divorcio seguirá siendo frecuente. Si el grupo social no sabe proveer una buena preparación matrimonial para sus jóvenes, el divorcio deberá funcionar hasta ese punto como una válvula de seguridad de la sociedad, para prevenir situaciones aun peores durante las edades de rápido crecimiento de las costumbres en evolución.
Los antiguos parecen haber considerado el matrimonio con tanta seriedad como algunos de los pueblos de hoy en día. Y muchos de los matrimonios apresurados y sin éxito de los tiempos modernos no parecen ser superiores a las prácticas antiguas de asignación de los jóvenes y las doncellas para el apareamiento. La gran contradicción de la sociedad moderna consiste en exaltar el amor e idealizar el matrimonio mientras que desaprueba al mismo tiempo el examen pleno de ambos.