El matrimonio siempre ha estado estrechamente ligado tanto a la propiedad como a la religión. La propiedad ha sido el estabilizador del matrimonio; la religión, su moralizador.
El matrimonio primitivo era una inversión, una especulación económica; era más un asunto comercial que un asunto de flirteo. Los antiguos se casaban para ventaja y bienestar del grupo; por lo tanto sus matrimonios eran planeados y establecidos por el grupo, los padres y los ancianos. Y las costumbres propietarias eran eficaces en la estabilización de la institución matrimonial, esto se comprueba por el hecho de que el matrimonio era más permanente entre las tribus primitivas de lo que es entre los pueblos modernos.
A medida que avanzó la civilización y la propiedad privada obtuvo mayor reconocimiento en las costumbres establecidas, el robo se tornó un crimen grave. El adulterio se reconoció como una forma de robo, una violación de los derechos de propiedad del marido; por lo tanto no se encuentra mencionado específicamente en los códigos y costumbres más primitivos. La mujer comenzaba siendo propiedad de su padre, quien transfería su título al marido, y toda relación sexual legalizada surgió de estos derechos preexistentes de propiedad. El Antiguo Testamento trata a las mujeres como posesiones. El Corán enseña su inferioridad. El hombre tenía el derecho de prestar su esposa a un amigo o invitado, y esta costumbre aún existe entre ciertos pueblos.
Los celos sexuales modernos no son innatos; son producto de las costumbres en evolución. El hombre primitivo no era celoso de su mujer; simplemente cuidaba su propiedad. La razón de que la mujer tuviera que responder a limitaciones más estrictas que el marido se debía a que la infidelidad de ella afectaba a los descendientes y a la herencia. Muy pronto en la marcha de la civilización el hijo ilegítimo cayó en descrédito. Al principio sólo la mujer era castigada por el adulterio; más adelante, las costumbres decretaron también el castigo de su pareja, y por muchas edades el marido ofendido o el padre protector tenía pleno derecho de matar al invasor masculino. Los pueblos modernos retienen estas costumbres, que toleran los así llamados crímenes de honor bajo una ley tácita.
Puesto que el tabú de la castidad tuvo su origen como una fase de las costumbres propietarias, se aplicó al principio a las mujeres casadas pero no a las solteras. En años posteriores, la castidad fue exigida más por el padre que por el pretendiente; una virgen era para el padre un bien comercial—le traía un precio más alto. A medida que la castidad fue exigida más y más fue práctica pagar al padre de la novia una tarifa en reconocimiento del servicio de educar en forma apropiada a una novia casta para su futuro marido. Una vez surgida, esta idea de la castidad femenina tanto se arraigó en las razas que se volvió práctica enjaular literalmente a las doncellas, en realidad aprisionarlas durante años, para asegurar su virginidad. Así pues las normas más recientes y las pruebas de virginidad exigidas automáticamente dieron origen a las clases profesionales de prostitutas; éstas eran las novias rechazadas, aquellas mujeres a quienes la madre del novio comprobó de no ser vírgenes.