Al poco tiempo de establecerse el segundo Edén, a Adán y Eva se les informó debidamente que su arrepentimiento era aceptable y que, aunque estaban condenados a sufrir el destino de los mortales de su mundo, indudablemente llegarían a ser aptos para ser admitidos al rango de los supervivientes durmientes de Urantia. Creyeron plenamente este programa divino de la resurrección y rehabilitación que, de forma tan enternecedora, les proclamaron los Melquisedek. Su transgresión había sido un error de juicio y no un pecado de rebelión consciente y deliberada.
Adán y Eva, como ciudadanos de Jerusem, no tuvieron Ajustadores del Pensamiento, tampoco moró en ellos un Ajustador cuando funcionaban en Urantia en el primer jardín. Pero poco después de su reducción al estado de mortales, se volvieron conscientes de una nueva presencia dentro de ellos, y se dieron cuenta de que la condición humana, juntamente con el arrepentimiento sincero, habían hecho posible que un Ajustador morara dentro de ellos. A Adán y Eva les animó sobremanera durante el resto de su vida saber que un Ajustador moraba en su interior; sabían que habían fracasado en cuanto Hijos Materiales de Satania, pero también sabían que aún les quedaba abierta la carrera al Paraíso con carácter de hijos ascendentes del universo.
Adán conocía el designio divino de la resurrección que se produjo simultáneamente con su llegada al planeta, y creía que él y su consorte probablemente serían repersonalizados en relación con el advenimiento de la siguiente orden de la filiación. Ignoraba que estuviera a punto de aparecer en Urantia Micael, el soberano de este universo; confiaba en que el siguiente Hijo que viniera sería de la orden Avonal. Así y todo, a Adán y Eva, siempre les fue reconfortante reflexionar sobre el único mensaje personal que jamás recibieran de Micael, a pesar de que les fuera un poco difícil de comprender. Este mensaje, entre otras expresiones de amistad y consuelo, decía: «He considerado las circunstancias de vuestra falta, y he recordado que el deseo de vuestro corazón siempre fue leal a la voluntad de mi Padre, y seréis llamados del abrazo del sueño mortal, al llegar yo a Urantia, si los Hijos subordinados de mi reino no os llaman antes de este momento».
Lo antedicho fue un gran enigma para Adán y Eva. Pudieron comprender en este mensaje la promesa velada de una posible resurrección extraordinaria, y les animó considerablemente esta posibilidad, pero no pudieron captar el significado de la insinuación de que descansaran hasta tanto se produjera una resurrección relacionada con la aparición personal de Micael en Urantia. Por tanto, la pareja edénica solía proclamar que un Hijo de Dios vendría en algún momento y, a sus queridos, les comunicó la creencia, o siquiera el anhelo, de que el mundo de sus desatinos y dolores posiblemente fuera el reino sobre el cual el soberano de este universo optaría por funcionar como el Hijo autootorgador Paradisiaco. Parecía demasiado bueno para ser verdad, pero Adán, en efecto, abrigó esperanzas de que Urantia, a pesar de haber sido trastornada por conflictos, pudiera resultar el mundo más afortunado del sistema de Satania, el envidiado planeta de Nebadon.
Duró 530 años la vida de Adán; murió de lo que se podría denominar la vejez. Sencillamente se desgastó su mecanismo físico; el proceso de desintegración paulatinamente le fue ganando terreno al proceso de reparación, y llegó el inevitable final. Hacía diecinueve años que había muerto Eva por debilitación del corazón. Ambos fueron sepultados en el centro del templo del servicio divino que se había construido de acuerdo con sus proyectos poco tiempo después de terminar de completarse los muros de la colonia. De aquí se originó la práctica de enterrar a los hombres y mujeres notablemente piadosos debajo del piso de los templos de adoración.
Continuó el gobierno supermaterial de Urantia bajo la dirección de los Melquisedek, pero se había cortado el contacto físico directo con las razas evolutivas. Se habían estacionado representantes del gobierno del universo en el planeta desde los distantes días de la llegada del séquito corpóreo del Príncipe Planetario, a través de los tiempos de Van y Amadón, hasta el advenimiento de Adán y Eva. Pero con la contumacia adánica, llegó a su fin este régimen que había abarcado un período de más de cuatrocientos cincuenta mil años. En las esferas espirituales, los ayudantes angélicos continuaron luchando a la par que los Ajustadores del Pensamiento, laborando ambos de manera heroica por la salvación del individuo; pero no se promulgó ningún plan global para el bienestar mundial trascendental entre los mortales de la tierra hasta la llegada del Melquisedek Maquiventa quien, por los tiempos de Abraham, con el poder, la paciencia y la autoridad de un Hijo de Dios, sentó los cimientos para el perfeccionamiento ulterior y rehabilitación espiritual de la desafortunada Urantia.
La desventura, sin embargo, no ha sido la única suerte de Urantia; este planeta también ha sido el más afortunado del universo local de Nebadon. Los urantianos deberían considerar como beneficio que los desatinos de sus antepasados y los errores de los primeros gobernantes de su mundo sumieran el planeta en semejante estado de irremediable confusión, exacerbado por el mal y el pecado, puesto que, a Micael de Nebadon, le atrajo este mismo trasfondo de oscuridad tanto que seleccionó este mundo como escenario en el cual revelaría la personalidad benigna del Padre en el cielo. No es que necesitara Urantia un Hijo Creador para poner en regla sus asuntos enredados; sino que el mal y el pecado en Urantia ofrecieron al Hijo Creador un trasfondo más espectacular ante el cual revelar el amor, la misericordia y la paciencia sin par del Padre Paradisiaco.