Hace un poco más de un millón de años aparecieron repentinamente los mamíferos protohumanos mesopotámicos, los descendientes directos del tipo de lémur norteamericano de los mamíferos placentarios. Eran criaturitas activas, que medían cerca de un metro de altura; y aunque no solían andar sobre las patas traseras, podían ponerse erguidos con facilidad. Eran peludos y ágiles y balbuceaban al estilo monesco; pero, a diferencia de las tribus símicas, eran carnívoros. Tenían un primitivo pulgar oponible, así como también dedos gordos del pie sumamente útiles para asir. Desde este momento en adelante, la especie prehumana desarrolló cada vez más los pulgares oponibles, perdiendo de manera progresiva la facultad de asir con los dedos gordos del pie. Las tribus posteriores de monos retuvieron la facultad de asir con los dedos gordos, pero nunca llegaron a desarrollar el tipo humano de pulgar.
Estos mamíferos protohumanos llegaban a su pleno desarrollo a los tres o cuatro años de edad, y tenían una vida media potencial de veinte años. Por lo general tenían una sola cría por vez, aunque, ocasionalmente, se daban gemelos.
Los miembros de esta nueva especie disponían de cerebros más grandes para su tamaño, de todos los animales que, hasta entonces, habían existido en la tierra. Experimentaban gran parte de las emociones y compartían numerosos instintos que posteriormente caracterizarían al hombre primitivo, siendo sumamente curiosos y exhibiendo gran dicha al lograr éxito en una empresa. El hambre de alimento y el deseo sexual quedaron bien desarrollados, y se manifestaba una selección sexual definida en una forma tosca de cortejo y en la elección de la pareja. Eran capaces de pelear ferozmente para defender a su clan y eran tiernos en sus relaciones familiares, con un sentido de abnegación rayando en la vergüenza y el remordimiento. Eran muy cariñosos y enternecedoramente leales a su pareja, pero si las circunstancias los separaban, elegían una nueva pareja.
Como eran de estatura diminuta pero de mente aguda, se percataron de los peligros de su ambiente boscoso, desarrollando así un temor extraordinario que condujo a aquellas prudentes medidas de precaución que tanto contribuyeron a la supervivencia, tales como la construcción de refugios toscos en lo alto de los árboles, lo cual eliminaba muchos de los peligros de la vida en el suelo. El comienzo de las tendencias de la humanidad al temor data, con más exactitud, de esos días.
Estos mamíferos protohumanos desarrollaron un espíritu tribal que no se había conocido hasta ese entonces. Eran, en efecto, altamente gregarios; mas, no obstante, sobremanera beligerantes cuando, al seguir el régimen ordinario de su vida rutinaria, se les perturbaba de algún modo; y acusaban un temperamento fogoso cuando se estimulaba su ira. Su naturaleza belicosa, sin embargo, sirvió bien para el caso; pues, los grupos superiores no dudaban en hacerles la guerra a sus vecinos inferiores; y así, mediante la supervivencia selectiva, la especie fue mejorando progresivamente. Al poco tiempo llegaron a dominar la vida de las criaturas más pequeñas de esta región, y muy pocas de las tribus de monos más antiguas y no carnívoras sobrevivieron.
Estos pequeños animales agresivos se multiplicaron y propagaron por la península de Mesopotamia durante más de mil años, constantemente mejorándose el tipo físico y la inteligencia general. Y solamente setenta generaciones después de haberse originado esta nueva tribu a partir del tipo superior de lémur predecesor, ocurrió el próximo acontecimiento que hizo época—la diferenciación repentina de los antepasados correspondientes al paso vital siguiente en la evolución de los seres humanos en Urantia.