A medida que nos acercamos al momento de la resurrección de Jesús, este domingo por la madrugada, es bueno recordar que los diez apóstoles permanecían en la casa de Elías y María Marcos, durmiendo en el aposento superior, descansando en los mismos divanes en los que se habían reclinado durante la última cena con su Maestro. Este domingo por la mañana estaban todos allí reunidos, excepto Tomás. Tomás permaneció con ellos por unos minutos cuando se reunieron inicialmente tarde por la noche del sábado, pero, ver a los apóstoles, y pensando a la vez en lo que le había sucedido a Jesús, fue demasiado para él. Contempló a sus asociados e inmediatamente abandonó el cuarto, yéndose a la casa de Simón en Betfagé, donde pensaba lamentarse de sus tribulaciones a solas. Todos los apóstoles sufrían, no tanto por la duda y la desesperación sino más bien por el temor, la pena y la verguenza.
En la casa de Nicodemo se encontraban reunidos, con David Zebedeo y José de Arimatea, unos doce o quince de los más prominentes discípulos de Jesús en Jerusalén. En la casa de José de Arimatea había unas quince a veinte de las principales mujeres creyentes. Estas mujeres eran las únicas que moraban en la casa de José, y como se habían quedado adentro durante las horas del sábado y las de la noche después del sábado, no sabían que había una guardia militar vigilando la tumba; tampoco sabían que habían hecho rodar una segunda piedra frente a la tumba, y que ambas piedras habían sido selladas con el sello de Pilato.
Poco antes de las tres de la mañana de este domingo, cuando empezaron a aparecer los albores del día al este, cinco de estas mujeres salieron en dirección al sepulcro de Jesús. Habían preparado abundancia de lociones especiales para embalsamar, y llevaban muchos vendajes de lino con ellas. Querían preparar mejor el cuerpo de Jesús con los ungüentos fúnebres y envolverlo más cuidadosamente con vendajes nuevos.
Las mujeres que salieron en esta misión de ungir el cuerpo de Jesús fueron: María Magdalena, María la madre de los gemelos Alfeo, Salomé la madre de los hermanos Zebedeo, Joana la mujer de Chuza, y Susana la hija de Ezra de Alejandría.
Eran aproximadamente las tres y media cuando las cinco mujeres, cargadas con sus ungüentos, llegaron frente a la tumba vacía. Al salir por la puerta de Damasco, encontraron a un grupo de soldados que huía despavorido hacia la ciudad, y esto hizo que se detuvieran ellas por unos minutos; pero como no ocurrió nada más, prosiguieron.
Mucho se sorprendieron cuando vieron que la piedra de la entrada del sepulcro estaba corrida, puesto que al emprender el camino comentaron entre ellas: «¿Quién nos ayudará a hacer rodar la piedra?» Apoyaron su carga en el suelo, intercambiando miradas de temor y gran asombro. Titubearon allí de pie, temblando de miedo, María Magdalena se aventuró a asomarse, dándole la vuelta a la piedra más pequeña, hasta atreverse a entrar al sepulcro abierto. Este sepulcro de José estaba situado en su jardín, en la pendiente de la colina, sobre la vertiente este del camino, y también miraba al este. A esta hora temprana, apenas si había suficiente luz del amanecer del nuevo día para que María mirara hacia el sitio en donde yacían los restos del Maestro, y discerniera que ya no estaban allí. En el nicho de piedra donde había yacido Jesús, María vio tan sólo el paño doblado sobre el que reposara su cabeza y los vendajes que le habían envuelto, intactos, dispuestos sobre la laja tal cual lo habían estado antes de que las huestes celestiales sacaran el cuerpo. La sábana que lo cubría yacía al pie del nicho fúnebre.
Después de permanecer María en la entrada del sepulcro por unos momentos (inicialmente no pudo distinguir claramente dentro del sepulcro), vio que ya no estaba el cadáver de Jesús y que en su lugar tan sólo quedaban las envolturas fúnebres, y dio un grito de alarma y angustia. Todas las mujeres estaban enormemente nerviosas; estaban sobre ascuas desde que se toparon con los soldados despavoridos junto a la puerta de la ciudad, y cuando María gritó de angustia, cayeron presas del terror, huyendo de gran prisa. Corrieron sin detenerse para nada todo el camino hasta la puerta de Damasco. Allí, a Joana le remordió la conciencia por haber abandonado a María; reunió a sus compañeras, y se encaminaron nuevamente al sepulcro.
Se iban acercando a la tumba, cuando Magdalena, despavorida, aun más espantada porque al salir de la tumba descubrió que sus hermanas no la estaban esperando, corrió hacia ellas, exclamando agitadamente: «No está—¡se lo han llevado!» y las condujo de vuelta a la tumba, y todas ellas entraron y vieron que estaba vacía.
Las cinco mujeres se sentaron entonces sobre la piedra cerca de la entrada y discutieron la situación. Aún no se les había ocurrido que Jesús hubiera resucitado. Habían permanecido a solas todo el día sábado, y conjeturaron que el cuerpo había sido trasladado a otro lugar de reposo. Pero al reflexionar sobre tal solución de su dilema, no pudieron entender por qué los mantos fúnebres estaban tan ordenadamente dispuestos; ¿cómo podían haber sacado el cuerpo si los vendajes mismos en los que estaba envuelto habían quedado en la misma posición y aparentemente intactos sobre el anaquel fúnebre?
Mientras estas mujeres estaban allí sentadas en las horas tempranas del amanecer de este nuevo día, miraron hacia un lado y observaron a un extraño silencioso e inmóvil. Nuevamente se asustaron por un instante, pero María Magdalena, corriendo hacia él y dirigiéndosele como si pensara que tal vez fuera el jardinero, dijo: «¿Dónde habéis llevado al Maestro? ¿Dónde lo han enterrado? Dínoslo para que podamos ir y buscarlo». Como el extraño no le contestó a María, ella se puso a llorar. Entonces les habló Jesús, diciendo: «¿A quién buscáis?» María dijo: «Buscamos a Jesús, quien fue enterrado para reposar en el sepulcro de José, pero se ha ido. ¿Sabes tú adónde le han llevado?» Entonces dijo Jesús: «¿Acaso no os dijo este Jesús, aun en Galilea, que moriría, pero que volvería a resucitar?» Estas palabras asombraron a las mujeres, pero el Maestro tanto había cambiado, que ellas no le reconocieron cuando él se encontraba allí, de espaldas ante la escasa luz. Mientras ellas reflexionaban sobre sus palabras, él se dirigió a Magdalena con voz conocida, diciendo: «María». Cuando ella oyó esa palabra bien conocida de misericordia y salutación afectuosa, supo que era la voz del Maestro, y se arrojó de rodillas a sus pies exclamando: «¡Mi Señor, y mi Maestro!» Y todas las demás mujeres reconocieron que era el Maestro quien estaba de pie ante ellas en forma glorificada, y rápidamente se arrodillaron ante él.
Estos ojos humanos pudieron ver la forma morontial de Jesús debido al ministerio especial de los transformadores y de los seres intermedios, en asociación con algunas de las personalidades morontiales que en ese entonces acompañaban a Jesús.
Al intentar María abrazar sus pies, Jesús dijo: «No me toques, María, porque no soy como me conociste en la carne. En esta forma permaneceré con vosotros por una temporada antes de ascender al Padre. Pero id, todas vosotras, ahora y decid a mis apóstoles, y a Pedro, que yo he resucitado, y que habéis hablado conmigo».
Después de que estas mujeres se recobraron de la impresión y del asombro, se dieron prisa de vuelta a la ciudad y a la casa de Elías Marcos, donde relataron a los diez apóstoles todo lo que les había ocurrido; pero los apóstoles no estaban dispuestos a creerles. Pensaron primero que las mujeres habían visto una visión, pero cuando María Magdalena repitió las palabras que Jesús les había dicho, y cuando Pedro oyó su nombre, él salió corriendo del aposento alto, seguido de cerca por Juan, dándose gran prisa para llegar a la tumba y ver estas cosas por sí mismo.
Las mujeres repitieron a los otros apóstoles su relato de cómo habían hablado con Jesús, pero ellos no les creyeron; tampoco quisieron ir para ver con sus propios ojos, como lo habían hecho Pedro y Juan.