Cuando Jesús fue arrestado, sabía que su trabajo en la tierra, en la semejanza de la carne mortal, estaba terminado. El comprendía plenamente la manera como moriría, y poco le preocupaban los detalles de los así llamados juicios.
Ante el tribunal de los sanedristas, Jesús se negó a responder al testimonio de los testigos perjuros. Tan sólo había una pregunta que siempre tendría respuesta, fuera amigo o enemigo el que la preguntara, y ésa era la que se refería a la naturaleza y divinidad de su misión en la tierra. Cuando se le preguntaba si él era el Hijo de Dios, respondía infaliblemente. Se negó firmemente a hablar en presencia del curioso y malvado Herodes. Ante Pilato habló sólo cuando pensó que podría ayudar a Pilato o a algún otro ser sincero para que alcanzaran un conocimiento mejor de la verdad de lo que él decía. Jesús había enseñado a sus apóstoles que era inútil echar perlas a los cerdos; ahora, se atrevía a practicar lo que enseñara. Su conducta durante este tiempo ejemplificó la sumisión paciente de la naturaleza humana combinada con el silencio majestuoso y la dignidad solemne de la naturaleza divina. Estaba dispuesto a conversar con Pilato de cualquier asunto relacionado con las acusaciones políticas contra él—toda pregunta que reconocía pertinente a la jurisdicción del gobernador.
Jesús estaba convencido de que era voluntad del Padre que se sometiera al curso natural y ordinario de los eventos humanos como debe hacerlo cualquier otra criatura mortal, y por lo tanto se negó a emplear siquiera sus poderes puramente humanos de elocuencia persuasiva para influir sobre el resultado de las maquinaciones de sus semejantes mortales socialmente miopes y espiritualmente ciegos. Aunque Jesús vivió y murió en Urantia, toda su carrera humana, desde el principio hasta el fin, fue un espectáculo diseñado para influir e instruir al universo entero de su creación y permanente sostenimiento.
Estos judíos miopes pidieron a gritos la muerte del Maestro mientras él estuvo allí de pie en un silencio solemne, contemplando el espectáculo de la muerte de una nación—el pueblo de su propio padre terrenal.
Jesús había desarrollado tal carácter humano que podía mantener la serenidad y afirmar su dignidad aun frente a los insultos persistentes y sin causa. No podía ser amilanado. Cuando fue atacado por primera vez por el criado de Anás, tan sólo había sugerido que sería apropiado llamar testigos que pudieran atestiguar debidamente contra él.
Desde el principio hasta el fin, durante el así llamado juicio ante Pilato, las huestes celestiales que presenciaban los hechos no pudieron contenerse de transmitir al universo la descripción del espectáculo de «Pilato enjuiciado ante Jesús».
Cuando se encontró frente a Caifás, y todo el falso testimonio fue inservible, Jesús no titubeó en responder a la pregunta del alto sacerdote, proporcionando así su propio testimonio de lo que ellos deseaban usar para condenarlo por blasfemia.
El Maestro nunca demostró el menor interés por los esfuerzos, bien intencionados pero apenas tibios, de Pilato para soltarlo. Realmente tuvo piedad de Pilato y sinceramente trató de iluminar su mente oscurecida. Se mantuvo totalmente pasivo ante los llamados del gobernador romano para que los judíos retiraran sus acusaciones criminales contra él. Durante toda esta prueba dolorosa, se comportó con singular dignidad y majestad sin ostentación. No proyectó ni siquiera reflejos de insinceridad sobre aquellos que luego se tornaran en sus asesinos, cuando éstos preguntaron si él era «el rey de los judíos». Con un mínimo de explicación calificativa aceptó esa denominación, sabiendo que, aunque eligieron rechazarlo, él sería en efecto el último que pudiera proporcionarles un verdadero liderazgo nacional, aun en sentido espiritual.
Poco dijo Jesús durante estos juicios, pero dijo lo suficiente como para mostrar a todos los mortales el carácter humano que un hombre puede perfeccionar en sociedad con Dios, y para revelar a todo el universo la forma en la que Dios puede manifestarse en la vida de la criatura cuando dicha criatura verdaderamente elige hacer la voluntad del Padre, tornándose así hijo activo del Dios vivo.
Su amor por los mortales ignorantes se revela plenamente en su paciencia y gran autodominio frente a las burlas, bofetadas y mofas de los burdos soldados y de los siervos despreocupados. Ni siquiera se enojó cuando le vendaron los ojos y, abofeteándolo burlonamente, exclamaron: «Profetízanos, quién fue el que te golpeó».
Pilato dijo más verdad de la que él sabía cuando, después de haber hecho azotar a Jesús, lo presentó ante la multitud exclamando: «¡He aquí el hombre!» En efecto, el temeroso gobernador romano no se imaginaba que precisamente en ese momento el universo estaba atento, contemplando este espectáculo único de su amado Soberano sometido así a la humillación de las burlas y los golpes de sus súbditos mortales oscurecidos y degradados. Y al hablar Pilato, se transmitió un eco por todo Nebadon: «¡He aquí a Dios y al Hombre!» Por todo un universo, millones incalculables desde ese día han seguido contemplando a ese hombre, mientras que el Dios de Havona, el gobernante supremo del universo de universos, accepta al hombre de Nazaret como satisfacción del ideal de las criaturas mortales de este universo local en el tiempo y el espacio. En su vida incomparable, él nunca dejó de revelar Dios al hombre. Ahora, en estos episodios finales de su carrera mortal y su muerte subsiguiente, hizo una nueva y conmovedora revelación del hombre a Dios.