Eran alrededor de las ocho y media de este viernes por la mañana cuando terminó la audiencia de Jesús ante Pilato y el Maestro fue puesto en manos de los soldados romanos que iban a crucificarlo. En cuanto los romanos tomaron posesión de Jesús, el capitán de los guardias judíos marchó con sus hombres de vuelta a su cuartel en el templo. El sumo sacerdote y sus asociados sanedristas siguieron de cerca a los guardianes, yendo directamente a su sitio usual de reunión en la sala de piedras labradas del templo. Aquí encontraron a muchos otros miembros del sanedrín que aguardaban para saber qué se había hecho con Jesús. Mientras Caifás presentaba su informe al sanedrín sobre el juicio y la condenación de Jesús, Judas apareció ante ellos para reclamar su recompensa por el papel que había representado en el arresto y sentencia de muerte de su Maestro.
Todos estos judíos detestaban a Judas; miraban al traidor sólo con sentimientos de gran desprecio. A lo largo del juicio de Jesús ante Caifás y durante su aparición ante Pilato, a Judas le remordía la conciencia por su conducta traicionera. Al mismo tiempo ya no se hacía tantas ilusiones sobre la recompensa que recibiría como pago a sus servicios de traidor de Jesús. No le gustaba la frialdad y altanería de las autoridades judías; sin embargo, esperaba ser recompensado ampliamente por su conducta cobarde. Esperaba que lo llamaran ante el plenario del sanedrín y que lo honraran allí mientras le conferían honores apropiados como símbolo del gran servicio que, según él, había rendido a su nación. Imaginad por lo tanto la gran sorpresa de este traidor egoísta cuando un siervo del sumo sacerdote, tocándole en el hombro, lo llamó fuera de la sala y dijo: «Judas, se me ha encargado que te pague por la traición de Jesús. Aquí está tu recompensa». Hablando así, el siervo de Caifás le entregó a Judas una bolsa que contenía treinta piezas de plata—en aquel tiempo, el precio de un buen esclavo en buena salud.
Judas estaba anonadado, pasmado. Se abalanzó de vuelta a la sala, pero el centinela no lo dejó entrar. Quería apelar al sanedrín, pero ellos no quisieron admitirlo. Judas no podía creer que estos líderes de los judíos permitieran que él traicionara a sus amigos y a su Maestro y luego le ofrecieran como recompensa treinta piezas de plata. Estaba humillado, desilusionado, y totalmente destruido. Se alejó del templo, en realidad, como en un trance. Automáticamente se metió la bolsa de dinero en el amplio bolsillo, el mismo bolsillo en el cual por tanto tiempo había llevado la bolsa que contenía los fondos apostólicos. Y deambuló por las calles de la ciudad, tras de las multitudes que iban a presenciar las crucifixiones.
A cierta distancia vio Judas que levantaban el travesaño con Jesús clavado en él; al ver esto, volvió corriendo al templo y, forcejeando con el centinela consiguió entrar y pararse ante el sanedrín, que aún estaba reunido. El traidor estaba casi sin aliento y altamente conmovido, pero consiguió balbucear estas palabras: «He pecado entregando sangre inocente. Vosotros me habéis insultado. Me habéis ofrecido dinero como recompensa de mis servicios—el precio de un esclavo. Me arrepiento de haber hecho esto; he aquí vuestro dinero. Quiero liberarme de la culpa de esta acción».
Cuando los potentados de los judíos escucharon a Judas, se burlaron de él. El que estaba sentado más cerca del sitio donde se encontraba Judas de pie, le indicó con un gesto que se fuera de la sala, diciéndole: «Tu Maestro ya ha sido puesto a muerte por los romanos, y en cuanto a tu culpa, ¿qué nos importa a nosotros? Ocúpate tú mismo de ella—y ¡fuera de aquí!»
Al abandonar Judas el aposento del sanedrín, sacó las treinta piezas de plata de la bolsa y las arrojó al piso del templo. Cuando el traidor abandonó el templo, estaba casi fuera de sí. Judas ahora experimentaba la comprensión de la verdadera naturaleza del pecado. Ya se habían desvanecido el atractivo, la fascinación y la ebriedad de las malas acciones. Ahora el malhechor estaba a solas, frente a frente con el veredicto de enjuiciamiento de su alma desilusionada y desencantada. El pecado fue atractivo y aventuroso mientras lo cometía, pero ahora tenía él que enfrentarse con los frutos de los hechos y a desnudos y despojados de romanticismo.
El que fuera embajador del reino del cielo en la tierra, caminaba ahora por las calles de Jerusalén, solo y abandonado. Su desesperación era total y absoluta. Así anduvo por la ciudad y fuera de sus muros, hasta descender a la terrible soledad del valle de Hinom, donde trepó por las rocas abruptas y, quitándose el cinto, ató un extremo a un pequeño árbol y el otro extremo alrededor del cuello, y se arrojó al precipicio. Antes de morir, el nudo que sus manos nerviosas habían atado se soltó, y el cuerpo del traidor se reventó en pedazos al caer a las ásperas rocas.