En todo lo que está ocurriendo este viernes temprano en la mañana ante Pilato, tan sólo participan los enemigos de Jesús. Sus muchos amigos aún no saben de su arresto durante la noche y de su juicio temprano por la mañana o bien están escondidos para evitar ser arrestados también y adjudicados reos de muerte porque creen en las enseñanzas de Jesús. En la multitud que clama por la muerte del Maestro tan sólo se encuentran sus enemigos jurados y la plebe despreocupada, fácilmente voluble.
Pilato quería hacer un último llamado a la piedad de ellos. Pero como teme desafiar el clamor de esta plebe enardecida que quiere la sangre de Jesús, ordena a los guardianes judíos y a los soldados romanos que se lleven a Jesús y lo azoten. Éste fue un acto de procedimiento injusto e ilegal, ya que la ley romana permitía que únicamente aquellos condenados a muerte por crucifixión fueran azotados. Los guardianes llevaron a Jesús al patio abierto del pretorio para este castigo. Aunque sus enemigos no presenciaron los azotes, Pilato sí los presenció, y antes de que ellos terminaran su abuso malvado, ordenó a los azotadores que desistiesen e indicó que Jesús debía ser traído ante él. Antes de que los azotadores golpearan a Jesús con sus cuerdas anudadas, atándole a un poste, nuevamente le pusieron el manto de púrpura, y trenzando una corona de espinas, se la colocaron en la frente. Después de ponerle en la mano una caña como cetro, hincando la rodilla lo escarnecían, diciendo: «¡Salud, rey de los judíos!» Y lo escupieron y le dieron de bofetadas en la cara. Y uno de ellos, antes de devolverlo a Pilato, le quitó la caña de la mano y lo golpeó con ésta en la cabeza.
Entonces Pilato condujo a este prisionero sangrante y lacerado y, presentándoselo a la multitud mezclada, dijo: «¡He aquí el hombre! Nuevamente os digo que no hallo delito en él, y habiéndolo azotado, quiero soltarlo».
Allí estaba pues Jesús el Nazareno, envuelto en un viejo manto de púrpura real con una corona de espinas que le hería su compasiva frente. Su rostro estaba cubierto de sangre y su cuerpo encorvado bajo el peso del sufrimiento y la congoja. Pero nada conmueve el corazón insensible de los que son víctimas de un intenso odio emocional y esclavos del prejuicio religioso. Esta visión hizo correr un poderoso escalofrío por los reinos de un vasto universo, pero no tocó el corazón de los que habían decidido destruir a Jesús.
Cuando las multitudes se recuperaron de la primera impresión de ver el sufrimiento del Maestro, tan sólo gritaron más fuerte y por más tiempo: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!»
Ahora comprendió Pilato que era fútil apelar a sus supuestos sentimientos de pie-dad. Se adelantó y dijo: «Percibo que estáis decididos a que este hombre muera, ¿pero qué ha hecho él para merecerse la muerte? ¿Quién declarará su crimen?»
Entonces el alto sacerdote se adelantó y, acercándose a Pilato, declaró airadamente: «Nosotros tenemos una ley sagrada, y según esa ley él debe morir, porque se llamó a sí mismo Hijo de Dios». Cuando Pilato oyó esto, se atemorizó aun más, no sólo de los judíos sino que recordando la nota de su mujer y la mitología griega de los dioses que bajaban a la tierra, se puso a temblar ante la idea de que Jesús posiblemente fuera un personaje divino. Señaló a la multitud que se calmara mientras llevó a Jesús del brazo y nuevamente lo condujo adentro del edificio para interrogarlo ulteriormente. Pilato estaba confundido por el temor, perplejo por la superstición y atormentado por la actitud testaruda de la plebe.