Cuando todo era quietud y silencio en el campamento, Jesús, llevándose a Pedro, Santiago y Juan, se alejó a una corta distancia hacia una hondonada cercana donde solía ir en ocasiones anteriores para orar y comulgar. Los tres apóstoles no podían dejar de ver que el Maestro estaba dolorosamente oprimido. Nunca antes lo habían observado tan acongojado y apenado. Cuando llegaron al lugar de sus devociones, los invitó a que se sentaran y velarían por él mientras se alejaba a una corta distancia para orar. Se postró en la tierra y oró: «Padre mío, he venido a este mundo para hacer tu voluntad, y así lo he hecho. Sé que ha llegado la hora de dar esta vida en la carne, y no me resisto a hacerlo, pero quiero saber que es tu voluntad que yo beba esta copa. Envíame la certeza de que te complazco en mi muerte aun como lo hice en mi vida».
El Maestro permaneció en estado de oración por unos momentos, y luego, acercándose a los apóstoles, los encontró profundamente dormidos, ya que tenían los párpados pesados y no conseguían permanecer despiertos. Al despertarlos Jesús, les dijo: «¡Qué pasa! ¿Acaso no podéis velar conmigo por lo menos una hora? ¿Acaso no veis que mi alma está extremadamente acongojada, aun hasta la muerte, y que anhelo vuestra compañía?» Cuando los tres se despertaron de su sueño, el Maestro nuevamente se alejó a solas y, cayendo al suelo, nuevamente oró: «Padre, yo sé que es posible evitar esta copa—todas las cosas son posibles para ti– pero he venido para hacer tu voluntad, y aunque esta copa sea amarga, la beberé si es tu voluntad». Y cuando hubo orado así, un ángel poderoso bajó a su lado y, hablándole, lo tocó y lo fortaleció.
Cuando Jesús retornó para hablar con los tres apóstoles, otra vez los halló dormidos. Los despertó diciendo: «En esta hora necesito que vosotros veléis y oréis conmigo—tanto más vosotros necesitáis orar para no caer en la tentación– ¿por qué os dormís cuando os dejo?».
Entonces, por tercera vez el Maestro se retiró y oró: «Padre, tú ves a mis apóstoles dormidos, ten misericordia de ellos. El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Ahora pues, Padre, si no puede pasar de mi esta copa, la beberé. Que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y cuando hubo terminado de orar, permaneció postrado por un momento en el suelo. Cuando se levantó y regresó adonde sus apóstoles, una vez más los encontró dormidos. Los observó y, con un gesto de piedad, dijo tiernamente: «Dormid ahora y descansad; la hora de la decisión ha pasado. Ha llegado el momento en que el Hijo del Hombre será entregado a las manos de sus enemigos». Al inclinarse para sacudirlos y despertarlos, dijo: «Levantaos, volvamos al campamento, porque he aquí que el que me traiciona está cerca, y la hora ha llegado en que mi redil será dispersado. Pero ya os he hablado de estas cosas».
Durante los años que Jesús vivió entre sus seguidores, en efecto, tuvieron ellos muchas pruebas de su naturaleza divina, pero en este momento están a punto de presenciar nuevas pruebas de su humanidad. Justo antes de la más grande de todas las revelaciones de su divinidad, su resurrección, han de producirse las más grandes pruebas de su naturaleza mortal: su humillación y crucifixión.
Cada vez que oró él en el jardín, su humanidad se aferró más firmemente a su divinidad por la fe; su voluntad humana se tornó más completamente una con la voluntad divina de su Padre. Entre otras palabras dichas por el ángel poderoso fue el mensaje de que el Padre deseaba que su Hijo terminara su encarnación en la tierra pasando por la experiencia mortal de la criatura así como todas las criaturas mortales deben experimentar la disolución material al pasar de la existencia del tiempo a la progresión de la eternidad.
Más temprano esa noche no había parecido tan difícil el beber la copa, pero cuando el Jesús humano se despidió de sus apóstoles y los mandó a su reposo, la prueba se tornó más espantosa. Jesús experimentó esos altibajos de sentimientos que son comunes a toda experiencia humana, y en este momento estaba cansado del trabajo, agotado de las largas horas de labor esforzada y de ansiedad penosa sobre la seguridad de sus apóstoles. Aunque ningún mortal puede tener la presunción de en-tender los pensamientos y sentimientos del Hijo de Dios encarnado en un momento como éste, sabemos que soportó gran angustia y sufrió una congoja indescriptible, porque la transpiración bañaba su rostro a grandes gotas. Por fin estuvo convencido de que el Padre tenía la intención de permitir que los acontecimientos naturales siguieran su curso; estaba plenamente decidido a no emplear para salvarse ninguno de sus poderes soberanos como jefe supremo de un universo.
Las huestes reunidas de una vasta creación contemplan ahora esta escena bajo el mando conjunto temporal de Gabriel y del Ajustador Personalizado de Jesús. A los comandantes de división de estos ejércitos del cielo se les ha advertido repetidamente no interferir en estas transacciones sobre la tierra, a menos que Jesús mismo lo ordene así.
La experiencia de separarse de los apóstoles fue un esfuerzo muy grande para el corazón humano de Jesús; su pena de amor pesaba sobre su corazón e hizo más difícil el enfrentamiento a una muerte como la que él bien sabía que le aguardaba. Se daba cuenta de cuán débiles e ignorantes eran sus apóstoles, y tenía miedo de dejarlos. Bien sabía que había llegado la hora de su partida, pero su corazón humano deseaba descubrir si no existía la posibilidad de una vía legítima de escape de tan terrible sufrimiento y congoja. Y al buscar así una vía de escape, y fracasar, estuvo dispuesto a beber la copa. La mente divina de Micael sabía que había hecho todo lo posible por los doce apóstoles; pero el corazón humano de Jesús deseaba que se hubiera podido hacer más por ellos, antes de dejarlos solos en el mundo. El corazón de Jesús estaba deshecho; verdaderamente amaba a sus hermanos. Estaba aislado de su familia en la carne; uno de sus asociados elegidos lo estaba traicionando. El pueblo de su padre José lo había rechazado, arruinando así su destino de pueblo con una misión especial en la tierra. Su alma estaba atormentada por el amor despreciado y la misericordia rechazada. Fue uno de esos terribles momentos humanos en los que todo parece desencadenarse con crueldad destructora y agonía tremenda.
Lo humano en Jesús no era insensible a esta situación de soledad privada, vergüenza pública, y apariencia de fracaso de su causa. Todos estos sentimientos pesaban sobre él con un peso indescriptible. En esta gran pena su mente regresó a los días de su infancia en Nazaret y a su obra temprana en Galilea. En el momento de esta gran prueba muchas escenas agradables de su ministerio terrenal volvieron a su memoria. Y fue con estos viejos recuerdos de Nazaret, Capernaum, el Monte Hermón, y de los atardeceres y amaneceres reflejados en el mar de Galilea que calmó su mente y fortaleció su corazón humano preparándose para recibir al traidor que tan pronto lo traicionaría.
Antes de que llegaran Judas y los soldados, el Maestro ya había recobrado plenamente su entereza habitual; el espíritu había triunfado sobre la carne; la fe se había afirmado sobre todas las tendencias humanas al temor y a la duda incierta. La prueba suprema de la realización plena de la naturaleza humana había sido enfrentada y sobrepasada en forma aceptable. Una vez más, el Hijo del Hombre estaba preparado para enfrentarse a sus enemigos con ecuanimidad y en la plena certeza de su invencibilidad como hombre mortal dedicado sin reservas a hacer la voluntad de su Padre.
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