Después de beber la primera copa de la Pascua, era costumbre judía que el anfitrión se levantara de la mesa y se lavara las manos. Más adelante en el curso de la comida y después de la segunda copa, todos los huéspedes del mismo modo se levantaban y se lavaban las manos. Puesto que los apóstoles sabían que su Maestro nunca observaba estos ritos de lavado ceremonial de las manos, tenían curiosidad por saber qué tenía intención de hacer cuando, después de compartir esta primera copa, se levantó de la mesa y silenciosamente se dirigió junto a la puerta, donde estaban dispuestos los cántaros de agua, las vasijas y las toallas. Y su curiosidad se transformó en asombro cuando vieron que el Maestro se quitaba su manto, se envolvía en una toalla y comenzaba a echar agua en una de las vasijas para los pies. Imaginad el asombro de estos doce hombres, que tan recientemente se habían negado a lavarse los pies unos a otros, y que se habían enredado en disputas tan poco elegantes sobre los sitios de honor en la mesa, cuando le vieron dar la vuelta alrededor del extremo no ocupado de la mesa, hasta el asiento más bajo del festín, en el que se reclinaba Simón Pedro y, arrodillándose en actitud de siervo, se preparó para lavarle los pies a Simón. En el momento en que se arrodilló el Maestro, los doce se pusieron de pie al unísono; aun el traidor Judas olvidó por un momento completamente su infamia y se levantó con sus compañeros apóstoles en esta expresión de sorpresa, respecto y asombro total.
Allí estaba pues Simón Pedro de pie, mirando hacia abajo al rostro levantado de su Maestro. Jesús no dijo nada; no era necesario que hablara. Su actitud revelaba claramente que estaba dispuesto a lavarle los pies a Simón Pedro. A pesar de la fragilidad de la carne, Pedro amaba al Maestro. Este pescador galileo fue el primer ser humano que creyó de todo corazón en la divinidad de Jesús e hizo una confesión plena y pública de esa fe. Y Pedro nunca había dudado, ni una sola vez, de la naturaleza divina del Maestro. Puesto que Pedro tanto reverenciaba y honraba a Jesús en su corazón, no es extraño que su alma se resintiera de la idea de Jesús arrodillado allí frente a él en actitud de siervo inferior, proponiéndose lavarle los pies como lo haría un esclavo. Cuando Pedro consiguió volver en sí lo suficiente como para dirigirse al Maestro, expresó los sentimientos sinceros de todos los demás apóstoles.
Después de algunos momentos de gran incomodidad, Pedro dijo: «Maestro, ¿es que realmente piensas lavarme los pies?» Luego, levantando la mirada al rostro de Pedro, Jesús dijo: «Tal vez no comprendas plenamente lo que estoy por hacer; pero más adelante sabrás el significado de todas estas cosas». Entonces Simón Pedro, respirando hondo, dijo: «Maestro, ¡jamás lavarás mis pies!» Cada uno de los apóstoles indicó con la cabeza su aprobación de la firme declaración de Pedro al negarse a permitir que Jesús se humillara de esta manera ante ellos.
La atracción dramática de este espectáculo insólito llegó a tocar al principio el corazón de Judas Iscariote; pero cuando su intelecto vanaglorioso juzgó el espectáculo, concluyó que este gesto de humildad era tan sólo otro episodio más que probaba conclusivamente que Jesús nunca sería calificado como el libertador de Israel, y que él no había cometido un error al decidir que desertaría la causa del Maestro.
Mientras estaban todos ellos allí de pie, anhelantes de asombro, Jesús dijo: «Pedro, yo declaro que, si no te lavo los pies, no participarás tú conmigo en lo que estoy a punto de realizar». Cuando Pedro escuchó esta declaración, juntamente con el hecho de que Jesús seguía de rodillas ahí a sus pies, tomó una de esas decisiones de aprobación ciega en cumplimiento del deseo de aquel a quien él tanto respetaba y amaba. Cuando empezó a ocurrírsele a Simón Pedro que en este propuesto acto de servicio había tal vez un significado que determinaba una conexión futura de uno con la obra del Maestro, no sólo se reconcilió con la idea de permitir que Jesús le lavara los pies sino que, con su manera característica e impetuosa, dijo: «Entonces, Maestro, lávame no sólo los pies sino también las manos y la cabeza.»
El Maestro, al aprontarse para comenzar a lavar los pies de Pedro, dijo: «El que ya está limpio, tan sólo necesita que le laven los pies. Vosotros que os sentáis conmigo esta noche estáis limpios—pero no todos. Pero el polvo de vuestros pies debería haber sido lavado antes de sentaros a comer conmigo. Además, haré yo este servicio por vosotros como una parábola para ilustrar el significado de un nuevo mandamiento que pronto os daré».
Del mismo modo el Maestro fue alrededor de la mesa, en silencio, lavando los pies de sus doce apóstoles, sin siquiera excluir a Judas. Cuando Jesús hubo terminado de lavar los pies de los doce, se puso el manto, retornó a su asiento de anfitrión, y después de mirar a sus apóstoles asombrados, dijo:
«¿Comprendéis realmente lo que os he hecho? Me llamáis Maestro, y me llamáis bien, porque eso soy. Si, pues, el Maestro os ha lavado los pies, ¿por qué vosotros no queríais lavaros los pies unos a otros? ¿Qué lección debéis aprender de esta parábola en la que el Maestro tan voluntariosamente hace este servicio que sus hermanos no se ofrecían hacer unos para con los otros? De cierto, de cierto os digo: Un siervo no es más grande que su amo; tampoco es más grande el que es enviado que el que lo envía. Habéis visto el camino del servicio en mi vida entre vosotros, y benditos sois vosotros que tendréis el coraje y la gracia de servir así. Pero, ¿por qué seréis tan lentos en aprender que el secreto de la grandeza en el reino espiritual difiere de los métodos del poder en el mundo material?
«Cuando entré a este aposento esta noche, no os conformabais con negaros orgullosamente a lavaros los pies unos a otros, sino que también caísteis en disputas entre vosotros sobre quiénes se merecían los sitios de honor en mi mesa. Esos honores los buscan los fariseos y los hijos de este mundo, pero no debería ser así entre los embajadores del reino celestial. ¿Acaso no sabéis que no puede haber sitio de preferencia en mi mesa? ¿Acaso no comprendéis que amo a cada uno de vosotros como a los demás? ¿Acaso no sabéis que el sitio junto a mí, que significa un honor entre los hombres, nada significa en cuanto a vuestro estado en el reino del cielo? Sabéis que los reyes de los gentiles tienen señorío sobre sus súbditos, y que los que ejercen esta autoridad son llamados a veces benefactores. Pero no será así en el reino del cielo. El que quiere ser grande entre vosotros, que sea como el más joven; y el que quiere ser jefe, que sea como el que sirve. ¿Quién es más grande, el que se sienta a comer, o el que sirve? ¿Acaso no se piensa comúnmente que el que se sienta comer es más grande? Pero observaréis que estoy entre vosotros como el que sirve. Si estáis dispuestos a ser consiervos conmigo para hacer la voluntad del Padre, en el reino venidero os sentaréis conmigo en poder, aún haciendo la voluntad del Padre en la gloria futura.»
Cuando Jesús terminó de hablar, los gemelos Alfeo trajeron el pan y el vino, con las hierbas amargas y la pasta de frutas secas, que eran el plato siguiente de la última cena.