El día sábado 18 de febrero, Jesús se encontraba en Ragaba, donde vivía un rico fariseo llamado Natanael; puesto que muchos fariseos seguían a Jesús y a los doce por todo el país, este sábado por la mañana Natanael preparó un desayuno para todos ellos, unos veinte, e invitó a Jesús como huésped de honor.
Cuando Jesús llegó al desayuno, la mayoría de los fariseos, con dos o tres abogados, ya se encontraban sentados a la mesa. El Maestro inmediatamente tomó su asiento a la izquierda de Natanael sin ir a la vasija de agua para lavarse las manos. Muchos de los fariseos, especialmente los que estaban a favor de las enseñanzas de Jesús, sabían que tan sólo se lavaba las manos para fines de higiene, que detestaba estas acciones puramente ceremoniales; por esto, no se sorprendieron de que viniera directamente a la mesa sin lavarse la manos dos veces. Pero Natanael se horrorizó de que el Maestro no cumpliera con los estrictos requisitos de las prácticas fariseas. Tampoco se lavó Jesús las manos, como lo hacían los fariseos, después de cada plato ni al final del desayuno.
Después de mucho susurro entre Natanael y un fariseo hostil sentado a su derecha y después de mucho levantar de cejas y expresiones de desagrado de los que estaban sentados frente al Maestro, Jesús finalmente dijo: «Creí que me habíais invitado a esta casa para compartir con vosotros el pan y tal vez para preguntarme sobre la proclamación del nuevo evangelio del reino de Dios; pero percibo que me habéis traído aquí para presenciar una exhibición de devoción ceremonial a vuestra propia mojigatería. Ese servicio ya me lo habéis hecho; ¿con qué más me honraréis como huésped en esta ocasión?»
Cuando el Maestro hubo así hablado, todos bajaron la vista y permanecieron callados. Como nadie hablaba, Jesús continuó: «Muchos de vosotros los fariseos estáis aquí conmigo como mis amigos, algunos, aun como mis discípulos, pero la mayoría de los fariseos persisten en negarse a ver la luz y reconocer la verdad, aun cuando la obra del evangelio se les presenta con gran poder. ¡Cuán cuidadosamente limpiáis lo de afuera de los vasos y de los platos mientras que las vasijas del alimento espiritual están sucias e impuras! Os aseguráis de presentar una apariencia piadosa y santa ante el pueblo, pero vuestra alma interior está llena de mojigatería, codicia, extorsión, y todo tipo de maldad espiritual. Aun vuestros líderes se atreven a confabular y planear el asesinato del Hijo del Hombre. ¿Acaso no comprendéis, hombres necios, que el Dios del cielo ve tanto los motivos íntimos del alma así como vuestras pretensiones exteriores y vuestras manifestaciones de devoción? No creáis que dar limosnas y pagar diezmos os limpia de injusticias y os permite aparecer puros en la presencia del Juez de todos los hombres. ¡Ay de vosotros fariseos que habéis persistido en rechazar la luz de la vida! Sois meticulosos en pagar el diezmo y ostentosos en dar limosna, pero a sabiendas rechazáis la visitación de Dios y negáis la revelación de su amor. Aunque esté bien para vosotros prestar atención a estos deberes menores, no deberíais haber dejado sin hacer esos requisitos más importantes. ¡Ay de los que ignoran la justicia, desdeñan la misericordia y rechazan la verdad! ¡Ay de todos los que desprecian la revelación del Padre mientras buscan los asientos principales en la sinagoga y anhelan el saludo halagador en el mercado!»
Cuando Jesús se levantó para partir, uno de los abogados sentados a la mesa, dirigiéndose a él, dijo: «Pero, Maestro, en algunas de tus declaraciones también nos reprochas a nosotros. ¿Es que no hay nada bueno entre los escribas, los fariseos, los abogados?» Jesús, de pie, replicó al abogado: «Vosotros, como los fariseos, os deleitáis en los mejores lugares en los festines y en lucir largos hábitos mientras ponéis cargas pesadas, difíciles de llevar, sobre los hombros de la gente. Cuando las almas de los hombres se tambalean bajo esas pesadas cargas, no levantáis ni siquiera un dedo. ¡Ay de aquellos cuyo mayor regocijo es el de construir tumbas para los profetas que vuestros padres mataron! Y vuestro beneplácito para con lo que hicieron vuestros padres se manifiesta en el hecho de que ahora pensáis en matar a los que vienen en este día para hacer lo que hicieron los profetas en su día: proclamar la justicia de Dios y revelar la misericordia del Padre celestial. Pero de todas las generaciones pasadas, a esta generación perversa e hipócrita se le cobrará la sangre de los profetas y de los apóstoles. ¡Ay de todos vosotros los abogados que habéis quitado la llave del conocimiento a la gente común! Vosotros mismos os negáis a entrar en el camino de la verdad, y al mismo tiempo queréis impedir la entrada a los que la buscan. Pero no podéis cerrar así las puertas del reino del cielo; pues las hemos abierto a todos los que tienen la fe para entrar; y estos portales de misericordia no se cerrarán por el prejuicio y la arrogancia de los instructores mentirosos y de los falsos pastores que son como sepulcros blanqueados que, aunque por fuera aparecen hermosos, por dentro están llenos de los huesos de los muertos y de todo tipo de suciedad espiritual».
Cuando Jesús hubo terminado de hablar en la mesa de Natanael, salió de la casa sin haber compartido la comida. Y de los fariseos que escucharon estas palabras, algunos se hicieron creyentes de sus enseñanzas y entraron al reino, pero la mayoría persistió en el camino de las tinieblas y cada vez estaban más resueltos a acecharlo hasta el momento en que pudieran usar algunas de sus propias palabras como anzuelo para enjuiciarlo y condenarlo ante el sanedrín de Jerusalén.
Sólo había tres cosas a las que los fariseos prestaban particular atención:
1. La práctica estricta del diezmo.
2. La práctica escrupulosa de las leyes de purificación.
3. El evitar la asociación con todos los que no fueran fariseos.
En este momento, Jesús trataba de desenmascarar la aridez espiritual de las primeras dos prácticas, mientras que reservaba sus comentarios concebidos para reprochar a los fariseos su rechazo de todo tipo de relación social con los que no fueran fariseos para otra ocasión subsiguiente en la que nuevamente estuviera él cenando con muchos de estos mismos fariseos.