Jesús comenzó este sermón leyendo de la ley tal como se encuentra en el Deuteronomio: «Pero acontecerá que, si el pueblo no obedece la voz de Dios, con seguridad vendrán sobre ellos las maldiciones de la transgresión. El Señor te entregará derrotado delante de tus enemigos; serás vejado por todos los reinos de la tierra. El Señor te llevará a ti y al rey que hubieres puesto sobre ti, a una nación extranjera. Serás motivo de horror, y servirás de refrán y de burla entre todas las naciones. Tus hijos e hijas irán en cautiverio. Los extranjeros que estarán en medio de ti se elevarán sobre ti muy alto y tú descenderás muy abajo. Y estarán todas estas cosas sobre ti y tu descendencia para siempre por cuanto no habrás atendido a la palabra del Señor. Servirás, por tanto, a tus enemigos que vendrán contra ti. Sufrirás hambre y sed y llevarás este yugo ajeno de hierro. El Señor traerá contra ti una nación de lejos, del extremo de la tierra, nación cuya lengua no entiendas, gente fiera de rosto, nación que no tendrá respeto a ti. Pondrá sitio a todas tus ciudades hasta que caigan tus muros altos y fortificados en que tú confías; y toda la tierra caerá en sus manos. Y sucederá que llegarás a comer el fruto de tu vientre, la carne de tus hijos e hijas, en el sitio y en el apuro con que te angustiarán tus enemigos».
Cuando Jesús hubo terminado esta lectura, pasó a los Profetas, y leyó de Jeremías: «‘Si no atendéis a las palabras de mis siervos los profetas que os he enviado, yo pondré esta casa como Silo, y esta ciudad la pondré por maldición a todas las naciones de la tierra’. Y los sacerdotes y los maestros oyeron a Jeremías hablar estas palabras en la casa del Señor. Y sucedió que, cuando Jeremías terminó de decir todo lo que el Señor le había ordenado que dijera a todo el pueblo, los sacerdotes y los maestros lo agarraron, diciendo: ‘De cierto morirás’. Y todo el pueblo se agolpó en la casa del Señor alrededor de Jeremías. Cuando los príncipes de Judá oyeron estas cosas, se sentaron para abrir juicio contra Jeremías. Entonces hablaron los sacerdotes y maestros a los príncipes y a todo el pueblo, diciendo: ‘En pena de muerte ha incurrido este hombre porque profetizó contra nuestra ciudad, y vosotros lo habéis oído con vuestros oídos’. Entonces habló Jeremías a los príncipes y a todo el pueblo: ‘El Señor me envió a profetizar contra esta casa y esta ciudad todas las palabras que habéis oído. Mejorad ahora vuestros caminos y vuestras obras, y obedeced la voz del Señor vuestro Dios para libraros de los males que se han pronunciado contra vosotros. En lo que a mí toca, he aquí estoy en vuestras manos. Haced conmigo lo que os parezca bueno y recto. Mas sabed de cierto, que si me matáis, sangre inocente echaréis sobre vosotros y sobre este pueblo, porque en verdad el Señor me envió para que dijese todas estas palabras en vuestros oídos’.
«Los sacerdotes y maestros de ese día querían matar a Jeremías, pero los jueces no dieron su consentimiento, aunque sí castigaron sus palabras de advertencia, mandando que lo ataran con sogas y lo bajaran a un calabozo inmundo, hundiéndolo en el lodo hasta las axilas. Eso fue lo que esta gente le hizo al profeta Jeremías cuando él, obedeciendo la orden del Señor, advirtió a sus hermanos sobre su inminente caída política. Hoy, deseo preguntaros: ¿qué harán los altos sacerdotes y los líderes religiosos de este pueblo con aquél que se atreve a advertirles sobre el día de su ruina espiritual? ¿Querréis condenar también a muerte al maestro que se atreve a proclamar la palabra del Señor, y que no teme deciros que os negáis a caminar en el camino de la luz que conduce a la entrada del reino del cielo?
«¿Qué es lo que buscáis como prueba de mi misión en la tierra? Os hemos dejado tranquilos en vuestra posición de influencia y poder, mientras predicábamos buenas nuevas a los pobres y a los parías. No hemos lanzado ningún ataque hostil contra lo que vosotros reverenciáis, sino más bien hemos proclamado una nueva libertad para el alma temerosa del hombre. He venido al mundo para revelar a mi Padre y para establecer sobre la tierra la hermandad espiritual de los hijos de Dios, el reino del cielo. Aunque muchas veces os he recordado que mi reino no es de este mundo, sin embargo mi Padre os ha otorgado muchas manifestaciones de portentos materiales, además de las transformaciones y regeneraciones espirituales más evidentes.
«¿Qué nuevo signo buscáis de mis manos? Os declaro que ya tenéis pruebas suficientes para permitiros tomar una decisión. De cierto, de cierto digo a muchos que están sentados ante mí este día: os enfrentáis con la necesidad de seleccionar qué camino seguiréis. Y yo os digo, como Josué dijera a vuestros antepasados: ‘elige tú este día a quién servirás’. Hoy, muchos de vosotros os encontráis ante la bifurcación de los caminos.
«Algunos entre vosotros, cuando no pudieron encontrarme después del festín de la multitud en la otra orilla, contratasteis la flotilla de pesca de Tiberias, que una semana antes se había refugiado ahí cerca durante una tormenta, para ir en mi seguimiento, y ¿para qué? ¡No en pos de la verdad y la rectitud, ni para aprender cómo mejor servir y ministrar a vuestros semejantes! No, más bien fue para conseguir más pan sin haber que trabajar por éste. No buscabais llenar vuestra alma con la palabra viva, sino tan sólo llenar vuestro estómago con el pan fácil. Por largo tiempo se os ha enseñando que el Mesías, cuando llegara, realizaría portentos que harían agradable y fácil la vida para todo el pueblo elegido. No es de extrañar pues que habiendo recibido estas enseñanzas, anheléis panes y peces. Pero yo os declaro que ésta no es la misión del Hijo del Hombre. Yo he venido para proclamar la libertad espiritual, enseñar la verdad eterna, y promover la fe viviente.
«Hermanos míos, no anheléis la carne que perece, sino más bien, buscad el alimento espiritual que alimenta aun hasta la vida eterna; y éste es el pan de la vida que el Hijo da a todos los que lo tomen y lo coman, porque el Padre ha dado esta vida al Hijo sin limitaciones. Cuando vosotros me preguntasteis: ‘¿qué hemos de hacer para realizar la obra de Dios?’, yo os dije claramente: ‘ésta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado.’»
Luego dijo Jesús, indicando una imagen de vasija de maná que decoraba el dintel de esta nueva sinagoga, embellecida con racimos de uva: «Habéis creído que vuestros antepasados en el desierto comieron maná—el pan del cielo– pero yo os digo que ése era el pan de la tierra. Aunque Moisés no dio a vuestros antepasados el pan del cielo, mi Padre ahora está pronto para daros el verdadero pan de la vida. El pan del cielo es lo que desciende de Dios y da vida eterna a los hombres del mundo. Y cuando vosotros me digáis, danos este pan viviente, yo os contestaré: yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, el que cree en mí, jamás tendrá sed. Me habéis visto, habéis vivido conmigo, habéis contemplado mis obras, sin embargo no creéis que he venido del Padre. Pero a los que sí creen—no temáis. Todos los que son conducidos por el Padre vendrán a mí, y el que venga a mí no será rechazado.
«Ahora, permitidme que os declare, de una vez por todas, que he venido a la tierra, no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de Aquél que me envió. Y ésta es la voluntad final de Aquél que me envió, que de todos los que él me ha entregado, no debo perder ni uno. Y ésta es la voluntad del Padre: que todo el que contemple al Hijo y crea en él, tendrá vida eterna. Sólo ayer os di pan para vuestro cuerpo; hoy, os ofrezco el pan de la vida para vuestras almas hambrientas. ¿Tomaréis pues ahora el pan del espíritu con tanto entusiasmo como entonces comisteis el pan de este mundo?»
Al pausar Jesús un momento para contemplar la congregación, uno de los maestros de Jerusalén (miembro del sanedrín) se levantó y preguntó: «¿Debo comprender yo según lo que tú dices que eres el pan que viene del cielo, y que el maná que Moisés diera a nuestros antepasados en el desierto no lo era?» Jesús respondió al fariseo: «Comprendiste bien». Entonces dijo el fariseo: «Pero, ¿no eres tú Jesús de Nazaret, el hijo de José, el carpintero? ¿Acaso no son tu padre y tu madre, así como también tus hermanos y hermanas, bien conocidos de muchos entre nosotros? ¿Cómo puede ser que vengas aquí a la casa de Dios y declares que has venido del cielo?»
A esta altura tanto murmullo había en la sinagoga, y tal amenaza de un tumulto, que Jesús se puso de pie y dijo: «Seamos pacientes; la verdad no sufre nunca por un escrutinio honesto. Yo soy todo lo que tú dices, pero aun más. El Padre y yo somos uno; el Hijo hace tan sólo lo que el Padre le enseña, y todos los que el Padre entrega al Hijo, el Hijo recibirá para sí. Habéis leído donde dice en los Profetas, ‘todos seréis enseñados por Dios’, y que ‘los enseñados por el Padre también oirán a su Hijo’. Todo el que se entrega a la enseñanza del espíritu residente del Padre, finalmente vendrá a mí. Nadie ha visto al Padre, pero el espíritu del Padre vive dentro del hombre. Y el Hijo que bajó del cielo, con toda seguridad ha visto al Padre. Y los que realmente creen en este Hijo, ya tienen vida eterna.
«Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron maná en el desierto y están muertos. Pero este pan que desciende de Dios, si un hombre come de él, nunca morirá en el espíritu. Repito: yo soy este pan viviente, y toda alma que llegue a alcanzar esta naturaleza unida de Dios y hombre vivirá por siempre. Este pan de vida que yo doy a todos quienes quieren recibirlo, es mi propia naturaleza viva y combinada. El Padre en el Hijo y el Hijo uno con el Padre—esa es mi revelación dadora de vida al mundo y mi don salvador para todas las naciones».
Cuando Jesús terminó de hablar, el rector de la sinagoga despidió a la congregación, pero no se iban. Se congregaron alrededor de Jesús para hacer más preguntas, mientras otros murmuraban y discutían entre ellos. Este estado de cosas continuó por más de tres horas. Eran más de las siete de la noche cuando el público finalmente se dispersó.