Mientras reposaba en la casa de un rico creyente de la región de Genesaret, Jesús mantuvo conferencias casuales con los doce todas las tardes. Los embajadores del reino formaban un serio, sombrío y abatido grupo de hombres desilusionados. Pero aun después de todo lo ocurrido, tal como lo indicaron los acontecimientos subsiguientes, estos doce hombres aún no se habían librado completamente de sus ideas heredadas y largamente acariciadas sobre la llegada del Mesías judío. Los acontecimientos de las pocas semanas anteriores habían ocurrido demasiado rápidamente como para que estos sorprendidos pescadores pudieran comprender su pleno significado. Se necesita tiempo para que los hombres y las mujeres cambien radical y ampliamente sus conceptos básicos y fundamentales de conducta social, actitudes filosóficas y convicciones religiosas.
Mientras Jesús y los doce estaban descansando en Genesaret, las multitudes se dispersaron, volviendo algunos a sus hogares, mientras que otros se dirigían a Jerusalén para la Pascua. En menos de un mes, los seguidores entusiastas y abiertos de Jesús, que contaban más de cincuenta mil tan sólo en Galilea, se redujeron a menos de quinientos. Jesús deseaba que sus apóstoles tuvieran esta experiencia de cuán efímera es la aclamación popular para que no se dejaran tentar por estas manifestaciones de histeria religiosa transitoria cuando él los dejara solos en el trabajo del reino; pero tan sólo tuvo un éxito parcial en este esfuerzo.
La segunda noche de su estadía en Genesaret el Maestro nuevamente relató a los apóstoles la parábola del sembrador y agregó estas palabras: «Como podéis ver, hijitos míos, el llamado a los sentimientos humanos es transitorio y totalmente descorazonador; apelar exclusivamente al intelecto del hombre es práctica igualmente vacía y estéril; sólo si apeláis al espíritu que vive dentro de la mente humana, podéis esperar éxito duradero, realizar esas maravillosas transformaciones del carácter humano que efectivamente se manifiestan en abundantes frutos genuinos del espíritu, en la vida diaria de todos los que así son liberados de las tinieblas de la incertidumbre por el nacimiento del espíritu en la luz de la fe—el reino del cielo».
Jesús enseñó que apelar a las emociones constituye una técnica para captar y enfocar la atención intelectual. Consideró una mente así despertada y estimulada como la puerta del alma, allí donde reside esa naturaleza espiritual del hombre que debe reconocer la verdad y responder al llamado espiritual del evangelio para producir resultados permanentes de verdaderas transformaciones del carácter.
Así Jesús intentaba preparar a los apóstoles para un inminente cataclismo—la crisis de la actitud pública hacia él, que se desencadenaría en unos pocos días. Explicó a los doce que los dirigentes religiosos de Jerusalén conspirarían con Herodes Antipas para tramar su destrucción. Los doce comenzaron a comprender mejor (aunque no del todo) que Jesús no se sentaría en el trono de David. Vieron más plenamente que la verdad espiritual no progresaba mediante portentos materiales. Empezaron a darse cuenta de que el episodio de los cinco mil y el movimiento popular que quiso coronar rey a Jesús constituían el punto culminante de la expectativa de un pueblo en busca de milagros y prodigios y la cumbre de la ovación de Jesús por la plebe. Vagamente discernían y a duras penas anticipaban los tiempos de sacudida espiritual y adversidad cruel que se aproximaban. Estos doce hombres lentamente despertaban a la comprensión de la verdadera naturaleza de su tarea como embajadores del reino, y comenzaron una fuerte preparación para las pruebas difíciles y sobrecogedoras del último año del ministerio del Maestro sobre la tierra.
Antes de salir de Genesaret, Jesús los instruyó sobre el acontecimiento milagroso de los cinco mil, diciéndoles precisamente por qué había emprendido esta extraordinaria manifestación de poder creativo y reiterándoles que, antes de dejarse llevar por su compasión por la multitud hambrienta, se había asegurado de que eso estaba «de acuerdo con la voluntad del Padre».