Una tarde en la casa de Flavio vino a ver a Jesús un cierto Nicodemo, rico y anciano miembro del sanedrín judío. Mucho había oído él sobre las enseñanzas de este galileo, y por eso fue una tarde a escucharle cuando enseñaba en los patios del templo. Hubiera querido ir a menudo a escuchar las enseñanzas de Jesús, pero temía ser visto por la gente que estaba presente en estas conferencias, porque ya los rectores judíos estaban tan en contra de Jesús que ningún miembro del sanedrín quería identificarse abiertamente con él. Por consiguiente, Nicodemo había arreglado con Andrés de ver a Jesús en privado, después de la caída del sol, esta tarde en particular. Pedro, Santiago y Juan estaban en el jardín de Flavio cuando comenzó la entrevista, pero más tarde entraron a la casa en donde continuó el diálogo.
Al recibir a Nicodemo, Jesús no demostró una deferencia especial; al hablar con él, no había concesión ni tampoco un tono indebidamente persuasivo. El Maestro no hizo ningún intento de rechazar a su visitante sigiloso, ni tampoco lo trató con sarcasmo. En todo su trato con el distinguido visitante, Jesús se mostró calmo, honesto y digno. Nicodemo no era un delegado oficial del sanedrín; vino a ver a Jesús solamente debido a su interés personal y sincero en las enseñanzas del Maestro.
Al ser presentado por Flavio, dijo Nicodemo: «Rabino, sabemos que eres un maestro enviado por Dios, porque ningún mero hombre podría enseñar así a menos que Dios estuviese con él. Y estoy deseoso de conocer más de tus enseñanzas sobre el reino venidero».
Jesús respondió a Nicodemo: «De cierto, de cierto te digo, Nicodemo, que si un hombre no naciere de lo alto, no puede ver el reino de Dios». Entonces replicó Nicodemo: «Pero, ¿cómo puede un hombre nacer de nuevo cuando ya es viejo? No puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre para nacer».
Dijo Jesús: «Sin embargo, yo te declaro que, a menos que un hombre naciere del espíritu, no podrá entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del espíritu, espíritu es. Pero no debes sorprenderte de que yo haya dicho que debes nacer de lo alto. Cuando sopla el viento, oyes el murmullo de las hojas, pero no ves el viento—de donde viene y adonde va– y así es con todo aquel que nace del espíritu. Con los ojos de la carne puedes contemplar las manifestaciones del espíritu, pero no puedes en verdad discernir el espíritu».
Replicó Nicodemo: «Pero no comprendo; ¿cómo puede eso ser?» Dijo Jesús: «¿Es posible que tú seas un maestro en Israel y sin embargo ignores todo esto? Se vuelve pues el deber de los que conocen las realidades del espíritu revelar estas cosas a los que disciernen tan sólo las manifestaciones del mundo material. Pero ¿nos creerás a nosotros, si te decimos las verdades celestiales? ¿Tienes tú el coraje, Nicodemo, de creer en el que ha descendido del cielo, aun en el Hijo del Hombre?»
Y dijo Nicodemo: «Pero ¿cómo podré yo comenzar a captar este espíritu que ha de rehacerme en preparación para entrar al reino?» Respondió Jesús: «El espíritu del Padre en el cielo ya reside en ti. Si te dejas conducir por este espíritu que viene de lo alto, muy pronto comenzarás a ver con los ojos del espíritu. Cuando esto ocurra y tú elijas de todo corazón seguir la dirección del espíritu, nacerás del espíritu, puesto que tu único propósito del vivir será hacer la voluntad de tu Padre que está en el cielo. Al encontrarte nacido del espíritu, y feliz en el reino de Dios, comenzarás a rendir en tu vida diaria los frutos abundantes del espíritu».
Nicodemo era completamente sincero. Estaba profundamente afectado, pero se alejó perplejo. Nicodemo era una persona con un yo bien desarrollado y con buen autocontrol, y aun poseía altas cualidades morales. Era refinado, egoísta y altruista; pero no sabía como someter su voluntad a la voluntad del Padre divino así como un niño se somete voluntariamente a la guía y a la dirección de un padre terrestre sabio y amante, para volverse verdaderamente hijo de Dios, heredero progresivo del reino eterno.
Pero Nicodemo supo tener fe suficiente para llegar al reino. Protestó tímidamente cuando sus colegas del sanedrín quisieron condenar a Jesús sin audición; y más tarde, con José de Arimatea, confesó valientemente su fe y reclamó el cuerpo de Jesús, aun cuando la mayoría de los discípulos habían huido atemorizados de la escena del sufrimiento final y muerte del Maestro.