Flavio, el judío griego, era un prosélito del portal, pues no había sido circuncidado ni bautizado, y puesto que mucho amaba lo bello en arte y escultura, la casa que ocupaba durante su estadía en Jerusalén era un hermoso edificio. Esta casa estaba exquisitamente adornada con tesoros invaluables, que él había recogido aquí y allí en sus viajes por el mundo. Cuando se le ocurrió por primera vez invitar a Jesús a su casa, temía que el Maestro pudiese ofenderse a la vista de tantas así llamadas imágenes. Pero Flavio estuvo agradablemente sorprendido cuando Jesús entró a la casa y, en vez de reprocharle el poseer estos objetos supuestamente idólatras esparcidos por toda la casa, manifestó gran interés en la colección entera e hizo muchas preguntas apreciativas sobre cada objeto a medida que Flavio lo acompañaba de cuarto en cuarto, mostrándole sus estatuas favoritas.
El Maestro vio que su anfitrión estaba sorprendido por su actitud positiva sobre el arte; por consiguiente, cuando terminaron de ver la entera colección, Jesús dijo: «Porque sabes apreciar la belleza de las cosas creadas por mi Padre y hechas por las manos artísticas del hombre, ¿esperas que yo te reproche? Sólo porque Moisés intentó combatir la idolatría y la adoración de los dioses falsos, ¿por qué deben todos los hombres ponerse en contra de la reproducción de la elegancia y de la belleza? Yo te digo, Flavio, que los hijos de Moisés no supieron interpretarlo y ahora crean falsos dioses aun de sus prohibiciones de las imágenes de los objetos del cielo y de la tierra. Pero, aunque Moisés enseñara estas restricciones a la mente en tinieblas de aquellos días, ¿qué tiene eso que ver con esta época, en la que el Padre en el cielo se revela como el Gobernante Espiritual universal por sobre todas las cosas? Flavio, yo declaro que en el reino venidero ya no enseñarán, ‘no adoréis esto y no adoréis aquello’; ya no se preocuparán de instar a que evitéis esto y a que no hagáis aquello, sino más bien, todos se ocuparán de un deber supremo. Y éste deber del hombre está expresado en dos grandes privilegios: adoración sincera del Creador infinito, del Padre del Paraíso, y servicio amante dado a los semejantes. Si amas a tu prójimo como te amas a ti mismo, realmente conocerás que eres hijo de Dios.
«En una época en que mi Padre no era bien comprendido, Moisés estaba justificado en sus intentos de resistir la idolatría, pero en la era venidera el Padre habrá sido revelado en la vida del Hijo; y esta nueva revelación de Dios hará por siempre innecesario confundir al Padre Creador con los ídolos de piedra o las imágenes de oro y plata. De aquí en adelante los hombres inteligentes podrán disfrutar de los tesoros del arte sin confundir la apreciación material de la belleza con la adoración y servicio del Padre del Paraíso, el Dios de todas las cosas y de todos los seres».
Flavio creyó todo lo que Jesús le enseñaba. Al día siguiente fue a Betania allende el Jordán y fue bautizado por los discípulos de Juan. Hizo esto porque los apóstoles de Jesús aún no bautizaban a los creyentes. Cuando Flavio retornó a Jerusalén, hizo una gran fiesta para Jesús e invitó a sesenta de sus amigos. Muchos de esos invitados también se hicieron creyentes en el mensaje del reino venidero.