El Maestro y sus apóstoles permanecieron cerca de Amatus casi tres semanas. Los apóstoles continuaron su predicación a la multitud dos veces por día, y Jesús predicó todos los sábados por la tarde. Resultaba imposible continuar con la rutina de recreación los miércoles; por eso Andrés decidió que los apóstoles descansarían de dos en dos, uno de los seis días de la semana, mientras que todos trabajarían durante los servicios del sábado.
Pedro, Santiago y Juan hicieron la mayor parte de la predicación pública. Felipe, Natanael, Tomás y Simón hicieron la mayor parte del trabajo personal y dictaron clases para grupos especiales de interesados; los mellizos continuaron con su supervisión policíaca general, mientras que Andrés, Mateo y Judas se combinaron en un comité general ejecutivo de tres, aunque cada uno de ellos también realizó una considerable tarea religiosa.
Andrés estaba muy atareado solucionando los malentendidos y desacuerdos que recurrían constantemente entre los discípulos de Juan y los discípulos más nuevos de Jesús. Surgían situaciones graves cada tantos días, pero Andrés, con la ayuda de sus asociados apostólicos, consiguió inducir a las partes en disputa a que llegaran a algún tipo de acuerdo, por lo menos temporalmente. Jesús se negaba a participar en estas conferencias; tampoco ofrecía consejo alguno sobre la manera de arreglar estas dificultades. No ofreció sugerencias ni una sola vez a los apóstoles sobre cómo solucionar estos problemas preocupantes. Cuando Andrés se acercaba a Jesús con estos asuntos, siempre decía: «El invitado no ha de participar en las querellas de sus huéspedes; un padre sabio no toma nunca partido en las disputas de sus hijos».
El Maestro demostraba gran sabiduría y manifestaba una ecuanimidad perfecta en todas sus deliberaciones con sus apóstoles y con todos sus discípulos. Jesús era de veras un maestro de hombres; ejercía una gran influencia sobre sus semejantes, debido a la combinación de encanto y fuerza que integraba su personalidad. Su vida ruda, nomádica y sin hogar ejercía una influencia sutil y llena de autoridad. Había en su manera firme y llena de autoridad de enseñar, en su lógica lúcida, en la fuerza de su razonamiento, en su perspicacia sagaz, en la claridad de su mente, en su donaire incomparable y en su sublime tolerancia, una atractividad intelectual y un imán espiritual. Era sencillo, varonil, honesto y sin miedo. Además de esta gran influencia física e intelectual que se manifestaba en la presencia del Maestro, también se transmitían esos encantos espirituales del ser que se han asociado a través del tiempo con su personalidad: la paciencia, la ternura, la mansedumbre, la compasión y la humildad.
Jesús de Nazaret era en verdad una personalidad fuerte y enérgica; era una fuerza intelectual y un baluarte espiritual. Su personalidad atraía no sólo a las mujeres con inclinación espiritual entre sus discípulos, sino también al Nicodemo erudito e intelectual y al rudo soldado romano, al capitán a quien se encargara la vigilancia de la cruz, quien después de ver morir al Maestro, dijo: «De veras, éste era un Hijo de Dios». Y los toscos y enérgicos pescadores galileos le llamaban Maestro.
Los retratos de Jesús han sido altamente desafortunados. Estas pinturas de Cristo han ejercido una influencia deletérea sobre la juventud; los mercaderes del templo no hubieran huido ante Jesús si hubiese sido un hombre tal como lo retratan generalmente vuestros artistas. Su virilidad era digna; él era bueno, pero natural. Jesús no posaba de místico manso, dulce, gentil y afable. Su manera de enseñar era dinámica, electrizante. No solamente tenía buenas intenciones sino que hacía realmente el bien.
El Maestro nunca dijo: «Venid a mí, todos vosotros que sois indolentes y todos vosotros que sois soñadores». Pero dijo muchas veces: «Venid a mí, todos vosotros que labor áis, y yo os daré descanso—fuerza espiritual». El yugo del Maestro es en verdad fácil de llevar, pero aun así, nunca lo impone; cada uno debe aceptar ese yugo por su propio libre albedrío.
Jesús enseñaba que la conquista era fruto del sacrificio, el sacrificio del orgullo y del egoísmo. Al ejercer la misericordia intentó ilustrar la liberación espiritual de todos los afanes, los rencores, la ira, y el deseo egoísta de poderío y venganza. Y cuando dijo: «No resistáis el mal», explicó más tarde que no significaba que se tolerara el pecado ni que se fraternizara con la iniquidad. Intentaba más bien enseñar a perdonar «a no resistir el mal trato contra la personalidad de uno, la injuria malintencionada a la dignidad personal».