Día tras día, allí en las colinas, Jesús elaboraba planes para el resto de su autootorgamiento en Urantia. Primero pensó Jesús que no enseñaría contemporáneamente con Juan. Decidió permanecer en relativo retiro hasta que la obra de Juan cumpliese su propósito, o bien hasta que ésta fuera interrumpida en forma súbita por su encarcelación. Bien sabía Jesús que la forma temeraria e imprudente de predicar de Juan suscitaría pronto el temor y la enemistad de los gobernantes civiles. En vista de la situación precaria de Juan, Jesús se dedicó a planear definidamente su programa de esfuerzos públicos para el bien de su pueblo, del mundo y para el bien de todos los mundos habitados de su vasto universo. El autootorgamiento de Micael en la semejanza de un ser mortal fue en Urantia pero para todos los mundos de Nebadon.
Lo primero que hizo Jesús, después de elaborar completamente el plan general para la coordinación de su programa con el movimiento de Juan, fue repasar mentalmente las instrucciones de Emanuel. Reflexionó profundamente sobre los consejos de su hermano mayor relativos a los métodos de trabajo y la exhortación de que no dejara escritos permanentes en el planeta. De allí en adelante, Jesús nunca volvió a escribir sino sobre arena. En su visita subsiguiente a Nazaret, con gran pena de su hermano José, Jesús destruyó todos los escritos suyos que se conservaban en las tablillas del taller de carpintería y colgadas en las paredes de la vieja casa. Mucho discurrió Jesús en los consejos de Emanuel relativos a su actitud hacia el mundo en el campo económico, social y político tal como lo encontraría por esa época.
Jesús no ayunó durante estos cuarenta días de aislamiento. El período más largo que pasó sin alimentos fue durante los primeros dos días en las colinas, porque tan ensimismado estaba en sus pensamientos que se olvidó de comer. Pero al tercer día fue en busca de alimento. Tampoco fue él tentado en este período por espíritus malignos ni por personalidades rebeldes de este mundo o de cualquier otro mundo.
Estos cuarenta días fueron la ocasión del diálogo final entre la mente divina y la humana, o más bien, el primer funcionamiento real de estas dos mentes que ahora formaban una sola. El resultado de esta temporada de meditación, pletórica de acontecimientos, demostró en forma conclusiva que la mente divina ya dominaba triunfal y espiritualmente al intelecto humano. De ahora en adelante, la mente del hombre se ha convertido en la mente de Dios, y aunque la individualidad de la mente del hombre está constantemente presente, siempre esta mente humana espiritualizada dice: «No se haga mi voluntad sino la tuya».
Las transacciones de este momento extraordinario no fueron las visiones fantasmagóricas de una mente hambrienta y debilitada, ni tampoco fueron los simbolismos confusos y pueriles que más tarde se transmitirían como las «tentaciones de Jesús en el desierto». Más bien fue ésta una temporada para la meditación sobre la memorable y variada carrera del autootorgamiento en Urantia y para la preparación cuidadosa de esos planes para el ministerio ulterior que pudieran servir mejor a este mundo y contribuir a la vez al mejoramiento de todas las otras esferas aisladas por la rebelión. Jesús discurrió en toda la gama de la vida humana en Urantia, desde los días de Andón y Fonta, pasando por la falta de Adán, y llegando hasta el ministerio de Melquisedek de Salem.
Gabriel le había recordado a Jesús que tenía dos caminos que podía seguir para manifestarse al mundo en caso de que decidiera permanecer en Urantia por un tiempo. También se le aclaró a Jesús que su elección en este asunto nada tendría que ver ni con su soberanía universal ni con la terminación de la rebelión de Lucifer. Estos dos caminos de ministerio para el mundo eran:
1. Su propia senda—La senda que pudiera parecerle más agradable y fructífera desde el punto de vista de las necesidades inmediatas de este mundo y de la edificación presente de su propio universo.
2. La senda del Padre—La ejemplificación de un ideal a largo plazo en cuanto a la vida de las criaturas, visualizada por las altas personalidades de la administración Paradisiaca del universo de los universos.
Así pues se le aclaró a Jesús que podía tomar dos caminos para ordenar el resto de su vida terrena. Cada uno de estos caminos tenía puntos a su favor a la luz de la situación inmediata. El Hijo del Hombre vio claramente que su elección entre estos dos modos de conducta nada tenía que ver con su recepción de la soberanía de su universo; que ése era un asunto ya establecido y sellado en los archivos del universo de los universos y que sólo esperaba su reclamación en persona. Pero se le indicó a Jesús que mucho complacería a Emanuel, su hermano del Paraíso, si Jesús juzgara conveniente completar su carrera terrenal de encarnación tan noblemente como la había comenzado, siempre sujeto a la voluntad del Padre. Al tercer día de su aislamiento Jesús se prometió a sí mismo que volvería al mundo para terminar su carrera terrenal, y que en cualquier situación que conllevara los dos caminos, siempre elegiría la voluntad del Padre. Así vivió pues el resto de su vida terrestre, siempre fiel a esa resolución. Hasta el amargo fin, invariablemente subordinó su voluntad soberana a la de su Padre celestial.
Los cuarenta días de soledad en el desierto montañoso no fueron un período de grandes tentaciones sino más bien el período de las grandes decisiones del Maestro. Durante estos días de solitaria comunión consigo mismo y con la presencia inmediata de su Padre—el Ajustador Personalizado (ya no tenía él un guardián serafín personal)– tomó, una por una, las grandes decisiones que controlarían su política y conducta por el resto de su carrera terrenal. Posteriormente surgió la tradición de la gran tentación durante este período de aislamiento debido a la confusión con la crónica fragmentaria de la lucha en el Monte Hermón, y además porque era costumbre que todos los grandes profetas y líderes humanos comenzaran su carrera pública sometiéndose a un supuesto período de ayuno y de oración. Había sido siempre la costumbre de Jesús, cada vez que se enfrentaba con decisiones nuevas o importantes, retirarse para comulgar con su propio espíritu, para llegar a conocer la voluntad de Dios.
A través de toda su planificación para el resto de su vida terrenal, Jesús estuvo siempre dividido en su corazón humano por dos formas opuestas de conducta:
1. Abrigaba el intenso deseo de ganar a su pueblo—y al mundo entero– para que creyeran en él y aceptaran su nuevo reino espiritual. Y bien conocía las ideas de ellos sobre el Mesías venidero.
2. Vivir y obrar de la manera que sabía que su Padre aprobaría, llevar a cabo su obra para otros mundos necesitados, y continuar, en el establecimiento del reino, revelando el Padre y mostrando su carácter amante divino.
A lo largo de estos días extraordinarios Jesús vivió en una antigua caverna rocosa, un refugio en la ladera de la colina cerca de una aldea en un tiempo llamada Beit Adis. Bebía del pequeño manantial que corría por la falda de la colina hasta cerca de este refugio rocoso.