A principios del mes de marzo del año 25 d. de J. C., Juan viajó por la costa occidental del Mar Muerto y río arriba por el Jordán hasta llegar frente a Jericó, al antiguo vado por el cual Josué y los hijos de Israel pasaron cuando entraron por primera vez en la tierra prometida; y al cruzar al otro lado del río, se estableció cerca de la entrada del vado y comenzó a predicar a la gente que cruzaba el río en ambas direcciones. Era éste el más frecuentado de todos los cruces del Jordán.
Era evidente para todos los que le oían, que Juan era más que un predicador. La gran mayoría de los que escuchaban a este hombre extraño que había salido del desierto de Judea se alejaban convencidos que habían oído la voz de un profeta. No es de extrañar que el alma de estos cansados y esperanzados judíos se agitara profundamente al presenciar este fenómeno. En el transcurso de toda la historia judía, jamás habían los devotos hijos de Abraham tanto anhelado «la consolación de Israel» ni deseado más ardientemente «la restauración del reino». En toda la historia judía, el mensaje de Juan no hubiera podido nunca tener un impacto tan profundo y universal como el que tuvo cuando apareció misteriosamente junto a la orilla de este cruce meridional del río Jordán para anunciar el advenimiento de «el reino del cielo».
Juan era pastor como Amós. Vestía como el antiguo Elías y fulminaba con sus admoniciones y lanzaba sus advertencias según el «espíritu y el poder de Elías». No es sorprendente que este extraño predicador sacudiera el alma misma de la Palestina entera a medida que los viajeros iban llevando por doquier la nueva de su predicación junto al río Jordán.
Había además otro rasgo más nuevo en la obra de este predicador nazareo: bautizaba a cada uno de sus creyentes en el Jordán «para la remisión de los pecados». Aunque el bautismo no era una ceremonia nueva entre los judíos, no la habían visto nunca usada como Juan la estaba utilizando. Hacía mucho tiempo que se acostumbraba bautizar a los prosélitos gentiles al tiempo de su ingreso en la comunión del patio exterior del templo, pero no se les había pedido nunca a los judíos mismos que se sometieran al bautismo del arrepentimiento. Sólo quince meses pasaron entre el momento en que Juan comenzó a predicar y a bautizar y su arresto y encarcelación por instigación de Herodes Antipas, pero en este corto tiempo bautizó a más de cien mil penitentes.
Juan predicó durante cuatro meses junto al vado de Betania, antes de remontar el Jordán hacia el norte. Decenas de millares de personas, algunos por curiosidad, pero muchos con sinceridad y seriedad acudieron de todas partes de Judea, Perea y Samaria para escucharle; hasta vinieron algunos desde Galilea.
En mayo de este año, aún estando junto al vado de Betania, los sacerdotes y levitas enviaron una delegación para que le preguntara si decía ser él el Mesías, y quien le había otorgado la autoridad para predicar. Juan les respondió a estos preguntadores diciendo: «Id y decid a vuestros amos que habéis oído ‘la voz del que clama en el desierto’ así como lo dijo el profeta, y que esa voz os dijo: ‘Preparad camino al Señor, enderezad las sendas para nuestro Dios. Todo valle sea alzado y bájese todo monte y collado; el terreno accidentado se hará plano, y los sitios rocosos se convertirán en valles allanados. Y toda carne verá la salvación de Dios’».
Juan era un predicador heroico, pero sin tacto. Cierto día, cuando estaba predicando y bautizando en la ribera occidental del Jordán, un grupo de fariseos y cierto número de saduceos llegaron hasta él y se presentaron para ser bautizados. Antes de conducirlos al agua, Juan dirigiéndose al grupo les dijo: «¿Quién os advirtió que huyerais, como víboras ante el fuego, de la ira venidera? Yo os bautizaré, pero os advierto: debéis dar frutos dignos de sincero arrepentimiento si queréis recibir la remisión de vuestros pecados. No me digáis que Abraham es vuestro padre. Os declaro que Dios es capaz de hacer surgir de estas doce piedras que aquí veis ante vosotros, hijos dignos de Abraham. Ya ahora está el hacha en la raíz misma de los árboles. El árbol que no traiga buen fruto está destinado a que se le corte y se le eche en el fuego». (Las doce piedras a las cuales se refería eran las famosas piedras conmemorativas erigidas por Josué para rememorar el cruce de «las doce tribus» en este mismo punto cuando éstas entraron por primera vez en la tierra prometida).
Juan daba clases a sus discípulos, en el curso de las cuales los instruía sobre los detalles de su nueva vida y trataba de responder a sus muchas preguntas. Aconsejaba a los maestros que instruyeran en el espíritu, no sólo en la letra de la ley. Enseñaba a los ricos a que alimentaran a los pobres; a los recaudadores de impuestos decía: «No arranquéis sino lo que se os debéis». A los soldados decía: «No inflijaís violencia ni demandéis nada injustamente—contentaos con vuestros salarios». Y a todos aconsejaba: «Preparaos para el fin de la era—el reino del cielo se aproxima».