Después de pasar algún tiempo en la vecindad de Cesarea de Filipo, Jesús preparó sus provisiones, y tras conseguir una bestia de carga y los servicios de un muchacho llamado Tiglat, se dirigió por el camino de Damasco a una aldea conocida en otro tiempo como Beit Jenn, al pie del Monte Hermón. Aquí, a mediados de agosto del año 25 d. de J.C., estableció su centro de operaciones, y dejando las provisiones bajo la custodia de Tiglat, ascendió la solitaria ladera de la montaña. Durante este primer día de ascensión, Tiglat acompañó a Jesús hasta un punto designado a unos 2000 metros de altura sobre el nivel del mar, donde construyeron un depósito de piedra, en el cual Tiglat colocaría alimentos dos veces por semana.
Ese primer día, después de separarse de Tiglat, Jesús no había ascendido más que un breve tramo de la montaña cuando se detuvo para orar. Entre otras cosas le pidió a su Padre que enviara a su serafín guardián para que «acompañara a Tiglat». Pidió que se le permitiera enfrentarse a solas en su último combate con las fuerzas de la existencia mortal. Y esta petición le fue concedida. Acudió a la gran prueba con la única ayuda y respaldo de su Ajustador residente.
Jesús comió frugalmente durante su permanencia en las montañas; se abstuvo de todo alimento sólo un día o dos a la vez. Los seres superhumanos que se le enfrentaron en la montaña, contra quienes luchó en espíritu y a quienes derrotó en poder, eran verdaderos; eran sus enemigos acérrimos en el sistema de Satania; no eran fantasmas de la imaginación producidos por los desvaríos mentales de un mortal debilitado y hambriento que ya no podía distinguir la realidad de las visiones de una mente desordenada.
Jesús pasó las últimas tres semanas de agosto y las primeras tres semanas de septiembre en el Monte Hermón. Durante este período completó la tarea mortal de lograr los círculos de comprensión de la mente y de control de la personalidad. A lo largo de este período de comunión con su Padre celestial, también completó el Ajustador residente los servicios que se le habían asignado. La meta mortal de esta criatura terrenal fue alcanzada allí. Sólo faltaba la consumación de la fase final de armonización de la mente con el Ajustador.
Al cabo de más de cinco semanas de ininterrumpida comunión con su Padre del Paraíso, Jesús estuvo plenamente seguro de su propia naturaleza, y de la certidumbre de su triunfo sobre los niveles materiales de la manifestación espacio-temporal de su personalidad. Creía plenamente en la ascendencia de su naturaleza divina sobre su naturaleza humana y no dudó en afirmarlo.
Hacia el final de su estancia en la montaña, Jesús pidió a su Padre que le permitiera celebrar una conferencia con sus enemigos de Satania en su calidad de Hijo del Hombre, de Josué ben José. Esta petición le fue concedida. Durante la última semana en el Monte Hermón, tuvo lugar la gran tentación, la prueba cósmica. Satanás (representando a Lucifer) y el rebelde Príncipe Planetario Caligastia, estuvieron presentes con Jesús y se le hicieron plenamente visibles. Y esta «tentación», esta prueba final de la lealtad humana, en presencia de las tergiversaciones de las personalidades rebeldes, nada tuvo que ver con su falta de alimento, los pináculos del templo, ni acciones presuntuosas. No tuvo que ver con los reinos de este mundo, sino con la soberanía de un universo poderoso y glorioso. El simbolismo de las escrituras estaba destinado a las eras atrasadas del pensamiento infantil del mundo. Y las generaciones subsiguientes deben entender mejor la gran lucha por que pasó el Hijo del Hombre ese día extraordinario en el Monte Hermón.
A las muchas propuestas y contrapropuestas de los emisarios de Lucifer, Jesús solamente replicaba: «Que la voluntad de mi Padre del Paraíso prevalezca, y que tú, mi hijo rebelde, seas juzgado de acuerdo con las leyes divinas, por los Ancianos de los Días. Yo soy vuestro padre-Creador, no puedo juzgaros con justicia, y ya habéis desdeñado mi misericordia. Os remito a los jueces de un universo más grande».
Ante todas las componendas y expedientes temporales sugeridas por Lucifer, ante todas esas engañosas propuestas relativas al autootorgamiento en forma de encarnación, Jesús solamente tenía una respuesta: «Que se haga la voluntad de mi Padre que está en el Paraíso». Cuando la dura prueba hubo terminado, el serafín guardián volvió al lado de Jesús para confortarle.
Una tarde a finales del verano, entre los árboles y el silencio de la naturaleza, Micael de Nebadon ganó la indisputada soberanía de su universo. Ese día completó la tarea que han de cumplir los Hijos Creadores, la de vivir plenamente la vida encarnada en la semejanza de la carne mortal, en los mundos evolutivos del tiempo y del espacio. El anuncio del universo sobre este logro monumental no se efectuó hasta el día de su bautismo, meses más tarde, pero en realidad tuvo lugar ese día en la montaña. Y cuando Jesús descendió de su estancia en el Monte Hermón, la rebelión luciferina en Satania, y la secesión caligastiana en Urantia, quedaron prácticamente terminadas. Jesús había pagado el último precio que se le exigía para alcanzar la soberanía de su universo, que por sí misma regula el estado de todos los rebeldes y determina que toda sublevación futura (si se produce) se resuelva de manera sumaria y eficaz. En consecuencia, puede verse que la llamada «gran tentación» de Jesús tuvo lugar cierto tiempo antes de su bautismo, y no poco después de ese acontecimiento.
Al descender Jesús al final de su estancia en la montaña, se encontró con Tiglat que ascendía llevando alimentos al depósito. Al indicarle Jesús que se volviera, tan sólo le dijo: «El período de descanso ha terminado; debo volver a los asuntos de mi Padre». Parecía un hombre muy cambiado y taciturno durante su viaje de regreso a Dan. Al llegar allí, se despidió del mancebo, donándole el burro de carga. Luego siguió hacia el sur por el mismo camino que había venido, hasta Capernaum.