Para las inteligencias celestiales del universo local que lo presenciaban, este viaje por el Mediterráneo fue el más cautivante de todas las experiencias terrenas de Jesús, por lo menos de toda su carrera hasta a su crucifixión y muerte. Fue éste el período fascinante de su ministerio personal, en contraste con la época de ministerio público que pronto le seguiría. Este episodio singular fue tanto más estupefaciente porque por entonces era aún el carpintero de Nazaret, el constructor de barcas de Capernaum, el escriba de Damasco; aún era el Hijo del Hombre. Todavía no había logrado el completo dominio de su mente humana; el Ajustador aún no había dominado y equiparado plenamente la identidad mortal. Aún él era un hombre entre los hombres.
La experiencia religiosa puramente humana—el crecimiento espiritual personal– del Hijo del Hombre alcanzó prácticamente su ápice durante este su vigésimo noveno año de edad. Esta experiencia de desarrollo espiritual fue un crecimiento uniformemente gradual desde el momento de la llegada de su Ajustador del Pensamiento hasta el día en que se completó y se confirmó esa relación humana normal y natural entre la mente material del hombre y la dote mental del espíritu—el fenómeno de hacer de estas dos mentes una sola, la experiencia que el Hijo del Hombre alcanzó en forma completa y final, como mortal encarnado del reino, el día de su bautismo en el Jordán.
A través de todos estos años, si bien no parecía estar en comunión frecuente con su Padre celestial, perfeccionó métodos cada vez más eficaces de comunicación personal con la presencia espiritual residente de su Padre del Paraíso. Vivió una vida verdadera, una vida plena y una vida verdaderamente normal, natural y común en la carne. Conoce por experiencia personal el equivalente verdadero de la suma y substancia completas del vivir la vida de los seres humanos en los mundos materiales del tiempo y del espacio.
El Hijo del Hombre experimentó la entera gama de las emociones humanas que van desde la alegría más espléndida hasta la pena más profunda. Fue un niño alegre y un ser de raro buen humor; asímismo fue un «varón de dolores, experimentado en quebranto». En un sentido espiritual, vivió su vida mortal de abajo hacia arriba, del principio al fin. Desde un punto de vista material, podría parecer que escapó de vivir en los dos extremos sociales de la existencia humana, pero intelectualmente llegó a estar completamente familiarizado con toda la experiencia completa de la humanidad.
Jesús conoce los pensamientos y los sentimientos, los deseos y los impulsos, de los mortales evolucionarios y ascendentes de los reinos, desde su nacimiento hasta su muerte. Ha vivido la vida humana desde los comienzos del yo físico, intelectual y espiritual, pasando por la infancia, la adolescencia, la juventud y la edad adulta, llegando hasta la experiencia humana de la muerte. No sólo pasó a través de estos períodos humanos comunes y conocidos de avance intelectual y espiritual, sino que también experimentó plenamente esas fases más elevadas y avanzadas que consisten en la reconciliación del humano con el Ajustador, que tan pocos mortales de Urantia consiguen alcanzar. Así pues experimentó la plena vida del hombre mortal, no sólo como la se vive en vuestro mundo, sino también como se la vive en todos los otros mundos evolucionarios del tiempo y del espacio, incluso en los más elevados y avanzados de todos los mundos ya establecidos en luz y vida.
Aunque esta vida perfecta que vivió en semejanza de la carne mortal puede no haber recibido la aprobación no cualificada y universal de sus semejantes mortales que tuvieron la oportunidad de ser sus contemporáneos en la tierra, sin embargo, la vida que Jesús de Nazaret vivió en la carne y en Urantia recibió la plena y no cualificada aprobación del Padre Universal: constituía al mismo tiempo, y en la misma vida de la personalidad, la plenitud de la revelación del Dios eterno, al hombre mortal y la presentación de una personalidad humana perfeccionada a la satisfacción del Creador Infinito.
Y era éste su verdadero y supremo propósito. No descendió a Urantia para vivir un ejemplo perfecto y detallado para cualquier niño o adulto, cualquier hombre o mujer, de esa época o de cualquier otra. De hecho todos podemos encontrar en su vida plena, rica, hermosa y noble mucho que es exquisitamente ejemplar, de inspiradora divinidad. Pero esto se debe a que vivió una vida verdadera y genuinamente humana. Jesús no vivió su vida en la tierra como un ejemplo para que la copiaran todos los demás seres humanos. Vivió su vida en la carne mediante el mismo ministerio de misericordia que todos vosotros podéis vivir vuestras vidas en la tierra; y así como vivió su vida mortal en su día y como él era, así pues dejó un ejemplo para que todos nosotros vivamos nuestras vidas en nuestros días y como somos. No podéis aspirar a vivir su vida, pero podéis resolver que viviréis vuestra vida, así como, y por los mismos medios que él vivió la suya. Puede que Jesús no sea el ejemplo técnico y detallado para todos los mortales de todas las edades en todos los reinos de este universo local, pero es perdurablemente la inspiración y el guía de todos los peregrinos al Paraíso que proceden de los mundos de ascensión inicial a través de un universo de universos y a través de Havona al Paraíso. Jesús es la senda nueva y viviente que va del hombre a Dios, desde lo parcial hasta lo perfecto, de lo terrenal a lo celestial, del tiempo a la eternidad.
A fines de su vigésimo noveno año, Jesús de Nazaret había terminado virtualmente la experiencia de vivir la vida como se les exige a los mortales moradores en la carne. Vino a la tierra para que se le manifestase la plenitud de Dios al hombre; ya se ha convertido casi en la perfección del hombre que aguarda la ocasión de manifestarse a Dios. Y todo esto lo hizo antes de cumplir los treinta años de edad.
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