A mediados de este quinceavo año—estamos computando el tiempo según el calendario del siglo veinte, no de acuerdo con el calendario judío– Jesús había tomado firmemente en sus manos la administración de los asuntos de su familia. Antes de finalizar el año ya casi habían desaparecido los ahorros de la familia, y tuvo que enfrentarse pues con la necesidad de vender una de las casas de Nazaret que José y su vecino Jacobo poseían en sociedad.
El miércoles 17 de abril del año 9 d. de J.C., por la noche, nació Ruth, la más pequeña de la familia; Jesús hizo todo lo que pudo por tomar el lugar de su padre, siendo el sostén y consuelo de su madre en estos momentos particularmente difíciles y colmados de tristeza. Durante casi veinte años (hasta que comenzó su ministerio público) ningún padre pudo haber amado y educado a su hija más afectuosa y fielmente de lo que Jesús cuidó a la pequeña Ruth. Fue un padre igualmente bueno para con los demás miembros de la familia.
Durante este año compuso Jesús la oración que posteriormente enseñaría a sus apóstoles, y que muchos conocen como «El Padre Nuestro». En cierto modo fue ésta algo que evolucionó antes del altar familiar, pues tenían ellos muchas fórmulas de alabar y varias oraciones formales. Después de la muerte de su padre, Jesús intentó enseñar a los niños mayores que podían expresarse individualmente en sus oraciones—así como le gustaba a él hacerlo– pero no alcanzaban a entender su pensamiento e invariablemente volvían a caer en la repetición de las oraciones aprendidas de memoria. Para estimular a los mayores entre sus hermanos y hermanas a que se expresaran espontáneamente en sus rezos, Jesús trataba de mostrarles el camino con palabras y frases sugestivas; de manera tal que, sin intención alguna por su parte, resultó que todos ellos utilizaban oraciones basadas casi enteramente en lo que Jesús les había sugerido.
Finalmente, Jesús renunció a la idea de que cada uno de los miembros de su familia formule sus oraciones espontáneas, y una noche de octubre, sentando junto a la mesa baja de piedra, escribió a la luz de la pequeña lámpara en una tablilla de cedro de unos cincuenta centímetros de cada lado, con un pedazo de carbón, la oración que desde ese momento sería la que habría de pronunciar normalmente toda su familia.
Durante este año Jesús estuvo atormentado por pensamientos confusos. La responsabilidad familiar le había quitado por el momento toda intención de dedicarse de inmediato a «los asuntos de su Padre» según se le había mandado durante la visitación que ocurriera en Jerusalén. Con justicia razonaba Jesús que el cuidado de la familia de su padre terrenal tenía prioridad sobre todos los demás deberes, que mantener a su familia debía ser su primera obligación.
En el curso de este año halló Jesús en el así llamado Libro de Enoc un pasaje que le sugirió la adopción futura del término «Hijo del Hombre» para designar su misión autootorgadora en Urantia. Mucho había reflexionado sobre la idea del Mesías judío y estaba firmemente convencido de que él no había de ser ese Mesías. Anhelaba ayudar al pueblo de su padre, pero no pensó nunca en conducir a los ejércitos judíos para derrocar la dominación extranjera en Palestina. Sabía que jamás ocuparía el trono de David en Jerusalén. Tampoco creía Jesús que su misión de liberador espiritual o de maestro de los valores morales se limitara únicamente al pueblo judío. Por eso su misión de vida no podía ser de ninguna manera el cumplimiento de los intensos anhelos y de las presuntas profecías mesiánicas de las escrituras hebreas; por lo menos no de la manera en que comprendían los judíos estas predicciones de los profetas. Asímismo estaba seguro de que nunca habría de aparecer como el Hijo del Hombre descrito por el profeta Daniel.
Pero cuando le llegara la hora de salir al mundo para desarrollar su misión de maestro universal, ¿cómo se llamaría a sí mismo? ¿De qué manera definiría su misión? ¿Por qué nombre lo llamarían las multitudes que acabarían por creer en sus enseñanzas?
Mientras le daba vueltas y más vueltas a estos problemas en su mente encontró, en la biblioteca de la sinagoga de Nazaret, entre los libros apocalípticos que había estado estudiando, este manuscrito llamado «El Libro de Enoc»; y aunque estaba seguro que no había sido escrito por el Enoc de antaño, le resultó muy interesante y lo leyó y releyó muchas veces. Un pasaje en particular le hizo mucha impresión, un pasaje en el cual aparecía este término de «Hijo del Hombre». El autor del llamado Libro de Enoc hablaba del Hijo del Hombre, describiendo la obra que habría de hacer en la tierra y explicando que este Hijo del Hombre, antes de descender a esta tierra para salvar a la humanidad, había caminado por los atrios de la gloria celestial junto a su Padre, el Padre de todos; y que le había dado la espalda a la majestad y la gloria para descender a la tierra con el fin de proclamar la salvación a los mortales necesitados. Según Jesús leía estos pasajes (sabiendo muy bien que gran parte del misticismo oriental entremezclado con esas enseñanzas era falaz), sintió en su corazón y reconoció en su mente que, de todas las predicciones mesiánicas de las escrituras hebreas y de todas las teorías acerca del liberador judío, ninguna estaba tan cerca de la verdad como este relato escondido en las páginas del Libro de Enoc, sólo parcialmente acreditado; allí mismo y en ese mismo momento decidió pues que adoptaría el nombre de «Hijo del Hombre» como título inaugural de su misión; cosa que efectivamente hizo más adelante al comenzar su ministerio público. Jesús tenía una habilidad infalible para reconocer la verdad, y nunca vacilaba en abrazar la verdad, no importa de cuál fuente pareciera emanar.
Por esta época ya había decidido mucho acerca de su obra futura para el mundo, pero nada dijo de estos asuntos a su madre, que seguía aferrándose a la idea de que él sería el Mesías judío.
La gran confusión de la época juvenil de Jesús volvió a surgir en estos momentos. Habiendo definido en cierto modo la naturaleza de su misión en la tierra, «ocuparse de los asuntos de su Padre»—revelar para toda la humanidad la naturaleza amorosa de su Padre– nuevamente se puso a discurrir las muchas declaraciones de las escrituras que se referían a la venida de un libertador nacional, un maestro o un rey judío. ¿A qué acontecimiento se referían estas profecías? ¿Acaso no era él judío? ¿Lo era o no era? ¿Era o no era él de la casa de David? Su madre afirmaba que lo era; su padre había dictaminado que no lo era. Él decidió que no. Pero, ¿habían confundido los profetas la naturaleza y misión del Mesías?
Después de todo, ¿era acaso posible que su madre tuviera razón? En la mayoría de los casos, cuando habían surgido diferencias de opinión en el pasado, ella había tenido razón. Si es cierto que él sería un nuevo maestro y no el Mesías, ¿cómo haría para reconocer al Mesías judío si apareciese éste en Jerusalén durante el tiempo de su misión terrestre? Más aun ¿cuál habría de ser su relación con este Mesías judío? Después de emprender su misión en la vida, ¿cuál habría de ser su relación con su familia, con la comunidad y la religión judías, con el Imperio Romano, con los gentiles y sus religiones? Cada uno de estos problemas importantísimos pasaban por la mente de este joven galileo quien los consideraba seriamente mientras seguía trabajando en el banco de carpintero, ganándose laboriosamente la vida, y ganándola para su madre y otras ocho bocas hambrientas.
Antes del fin de este año María vio que los fondos de la familia disminuían; delegó la venta de palomas a Santiago. Compraron una segunda vaca, y con la ayuda de Miriam comenzaron a vender leche a sus vecinos de Nazaret.
Sus períodos de meditación profundos, sus frecuentes viajes a lo alto de la colina para orar, y las muchas ideas extrañas que Jesús proponía de vez en cuando, alarmaban considerablemente a su madre. A veces ella pensaba que el joven estaba fuera de sí, pero se tranquilizaba al recordar que él era, después de todo, un hijo de promesa y, de alguna manera, diferente de los otros jóvenes.
Pero Jesús estaba aprendiendo a no expresar todos sus pensamientos, a no presentar todas sus ideas al mundo; ni siquiera a su propia madre. A partir de este año, las revelaciones de Jesús acerca de lo que pasaba por su mente fueron reduciéndose cada vez más; es decir, que cada vez hablaba menos de asuntos incomprensibles para una persona corriente, cuya mención pudiera llevar a otros a considerarlo raro, diferente del común de la gente. En apariencia se volvió un ser común y convencional, aunque anhelaba encontrarse con alguien que pudiera entender sus problemas. Deseaba tener un amigo fiel y de confianza, pero sus problemas eran demasiado complejos para la comprensión de los seres humanos que lo rodeaban. La singularidad de su situación especial le obligó a soportar a solas el peso de sus cargas.