Es éste el año calendario de su catorze cumpleaños. Había aprendido muy bien a hacer yugos y también sabía trabajar la lona y el cuero. Tambíen se estaba convirtiendo rápidamente en carpintero y ebanista experto. Ese verano frecuentemente trepaba a la cima de la colina situada al noroeste de Nazaret, para orar y meditar. Gradualmente iba cobrando más y más conciencia de la naturaleza de su autootorgamiento en la tierra.
Esta colina había sido, poco más de cien años antes, el «lugar alto de Baal»; allí se encontraba la tumba de Simeón, renombrado santo varón de Israel. Desde la cima de la colina de Simeón, Jesús dominaba Nazaret y el campo circundante. Divisaba Meguido y recordaba la historia del ejército egipcio que allí ganó su primera gran victoria en Asia; y cómo, posteriormente, otro ejército como ése derrotó al rey judeo Josías. No muy lejos de allí podía divisar Taanac, allí donde Débora y Barac derrotaron a Sísara. A lo lejos se asomaban las colinas de Dotán, donde, según le habían enseñado, los hermanos de José lo vendieron como esclavo a los egipcios. Al volver la vista hacia Ebal y Gerizim, rememoraba las tradiciones de Abraham, Jacob y Abimelec. Así que recordaba y reflexionaba sobre los acontecimientos históricos y tradicionales del pueblo de su padre José.
Proseguía con sus cursos avanzados de lectura bajo la dirección de los maestros de la sinagoga; al mismo tiempo también se ocupaba de la educación en el hogar de sus hermanos y hermanas a medida que crecían.
A principios de este año, José dispuso ahorrar los ingresos que proveían de sus propiedades en Nazaret y Capernaum para pagar el prolongado curso de estudios de Jesús en Jerusalén puesto que se había planeado que Jesús vaya a Jerusalén en agosto del año siguiente, después de cumplir los quince años.
Ya para comienzos de este año abrigaban José y María frecuentes dudas acerca del destino de su hijo primogénito. Por cierto, Jesús era un muchacho brillante y amable, pero él era tan difícil de comprender, tan evasivo de entender; además, nada acontecía que tuviera visos de extraordinario o de milagroso. Decenas de veces, esta madre orgullosa había esperado ansiosamente, casi sin respirar, un gesto sobrehumano, una acción milagrosa de su hijo; pero siempre esta esperanza anhelante se había visto destruída, dando paso a la desilusión más cruel. Esta situación era desalentadora, aun descorazonadora. El pueblo devoto de aquellos tiempos creía sinceramente que los profetas y los hombres de promesa manifestaban siempre su misión y establecían su autoridad divina por realizar milagros y por hacer maravillas. Pero Jesús no hacía nada de eso; por lo cual la confusión de sus padres se acrecentaba con el paso del tiempo al contemplar el futuro de este hijo.
De muchas maneras se reflejaba en el hogar la situación económica más desahogada de esta familia de Nazaret, siendo una de ellas la aparición de mayor cantidad de tablillas blancas lisas que se usaban como pizarras en las que se escribía con carbón. También pudo Jesús reanudar sus clases de música, pues le encantaba tocar el arpa.
A lo largo de este año puede decirse en verdad que Jesús «creció en el favor de los hombres y de Dios». Las perspectivas de la familia parecían buenas; el futuro, resplandeciente.