Jesús, en el umbral de la vida adulta y ya graduado de las escuelas de la sinagoga, reunía las condiciones necesarias para ir a Jerusalén con sus padres y participar con ellos en la celebración de su primera Pascua. El festival de la Pascua de este año caía un sábado, el 9 de abril del año 7 d. de J.C. Un grupo numeroso (103) se preparó para salir de Nazaret temprano por la mañana del lunes 4 de abril, camino a Jerusalén. Viajaron hacia el sur en dirección a Samaria, pero al llegar a Jezreel se encaminaron hacia el este, rodeando el Monte Gilboa en el valle del Jordán para evitar cruzar Samaria. José y su familia hubieran querido cruzar Samaria pasando por el pozo de Jacob y por Betel, pero los judíos no querían mezclarse con los samaritanos, por lo tanto la familia de Jesús decidió seguir camino con sus vecinos a través del valle del Jordán.
El muy temido Arquelao había sido depuesto, y no temían llevar a Jesús a Jerusalén. Habían pasado doce años desde que el primer Herodes intentó destruir al niño de Belén, y nadie pensaría en asociar ese acontecimiento con el desconocido muchacho de Nazaret.
Antes de llegar al cruce de Jezreel, y al continuar el viaje, muy pronto, a su izquierda, pasaron por delante la antigua aldea de Sunem, y Jesús escuchó otra vez la historia de la virgen más bella de todo Israel que había vivido allí y también de las fantásticas obras que Eliseo había realizado allí. Al pasar por Jezreel, los padres de Jesús relataron las hazañas de Acab y Jezabel y las de Jehú. Pasando alrededor del Monte Gilboa hablaron mucho de Saúl, que había inmolado su vida en las pendientes de esta montaña, del rey David y de los importantes acontecimientos de ese lugar histórico.
Al pasar por la periferia de Gilboa los peregrinos podían ver la ciudad griega de Escitópolis a la derecha. Miraron con curiosidad desde lejos las estructuras de mármol, pero no se acercaron a la ciudad gentil por temor a profanarse, lo cual no les permitiría participar en las solemnes y sagradas ceremonias de la Pascua en Jerusalén. María no podría entender, por qué ni José ni Jesús hablaran de Escitópolis. No sabía nada acerca de su altercado del año anterior, porque nunca le contaron tal episodio.
El camino descendía rápidamente desde allí hasta el valle tropical del Jordán, y muy pronto Jesús pudo contemplar el serpenteante y tortuoso río Jordán, fluyendo hacia el Mar Muerto con sus resplandecientes y ondulantes aguas agitadas por el viento. Se quitaron los abrigos mientras proseguían hacia el sur en este valle tropical, disfrutando de los fértiles campos de trigo y de los bellos oleandros cubiertos de flores rosadas, mientras a lo lejos, hacia el norte el majestuoso Monte Hermón cubierto de nieve dominaba el histórico valle. A unas tres horas de viaje desde Escitópolis llegaron a una fuente burbujeante, y allí acamparon durante la noche bajo un cielo estrellado.
Durante el segundo día de viaje pasaron por donde el río Jaboc, proveniente del este, fluye en el Jordán; contemplando este valle hacia el este, recordaron los días de Gideón, cuando los medianitas bajaron a esta región ocupando el país. Hacia fines del segundo día de viaje acamparon junto a la montaña más alta que domina el valle del Jordán, el Monte Sartaba, en cuya cumbre estaba la fortaleza alejandrina donde Herodes había encerrado a una de sus esposas y sepultado a sus dos hijos estrangulados.
En el tercer día de viaje pasaron por dos aldeas que habían sido construidas recientemente por Herodes y observaron la excelente arquitectura y sus hermosos jardines de palmas. Al anochecer llegaron a Jericó, y allí permanecieron hasta el día siguiente. Esa noche José, María y Jesús caminaron un par de kilómetros hasta el sitio del Jericó antiguo, donde Josué por quien Jesús había sido llamado, había realizado sus renombradas hazañas según la tradición judía.
Durante el cuarto y último día de viaje, el camino era una procesión continua de peregrinos. Comenzaron entonces a subir las colinas que llevaban a Jerusalén. Al acercarse a la cumbre, pudieron ver más allá del valle del Jordán las montañas y las aguas quietas del Mar Muerto. A mitad de camino a Jerusalén, Jesús vio por primera vez el Monte de los Olivos (región que jugaría un papel tan importante en su vida futura), y José le indicó que la Ciudad Santa estaba allende esa altura. El corazón del muchacho aceleró su ritmo en feliz anticipación de mirar pronto a la ciudad y a la casa de su Padre celeste.
Sobre las pendientes orientales del Oliveto pausaron para descansar junto a una aldea llamada Betania. Los hospitalarios aldeanos atendieron a los peregrinos; y por casualidad, la familia de José se había detenido cerca de la casa de un tal Simón, que tenía tres hijos de la edad de Jesús: María, Marta y Lázaro. Invitaron a la familia de Nazaret para que entrara a descansar, y de allí empezó una amistad que habría de durar toda la vida entre las dos familias. Durante su vida, llena de acontecimientos, Jesús se detuvo muchas veces en esa casa.
Así siguieron camino, y pronto llegaron a la cumbre del Oliveto y desde allí Jesús vio por primera vez (en su memoria) la Ciudad Santa, los imponentes palacios y el inspirador templo de su Padre. Nunca vivió Jesús una emoción tan puramente humana como la que le sobrecogió en ese momento, al contemplar embelesado, por primera vez a Jerusalén en ese atardecer de abril sobre el Monte de los Olivos. Años después, en este mismo lugar se detuvo y lloró por la ciudad que estaba a punto de rechazar a otro profeta, al último y al más grande de sus maestros celestiales.
Siguieron de prisa su viaje a Jerusalén. Era el jueves por la tarde. Al llegar a la ciudad pasaron por el templo; Jesús no había visto jamás tal multitud de seres humanos. Meditó profundamente sobre cómo se había reunido aquí esta congregación de judíos llegados de los lugares más distantes del mundo conocido.
Poco después llegaron al lugar donde iban a alojarse durante su estadía para la semana de Pascua, la amplia casa de un pariente rico de María, uno quien por Zacarías conocía algo de la historia de Juan y de Jesús. Al día siguiente, el día de la preparación, se aprontaron para la apropiada celebración del sábado de Pascua.
Aunque todo Jerusalén estaba activo y ocupado con las preparaciones de la Pascua, José encontró tiempo para llevar a su hijo de visita a la academia donde se había pensado que proseguiría su educación dos años más tarde, en cuanto cumpliera la edad requerida de quince años. José estaba verdaderamente perplejo cuando observaba el poco interés de Jesús por estos cuidadosos planes.
Jesús, estaba profundamente impresionado por el templo, todos sus servicios y las otras actividades relacionadas. Por primera vez desde los cuatro años estaba tan preocupado por sus propios pensamientos que se le olvidó hacer muchas preguntas. Sin embargo consiguió plantearle a su padre varias preguntas embarazosas (como ya lo había hecho en previas ocasiones) como por qué el Padre celestial exigía el sacrificio de tantos animales inocentes y desamparados. Bien sabía su padre, porque podía leerlo en la expresión del rostro del muchacho, que sus respuestas y explicaciones no satisfacían a este hijo de pensamientos profundos y raciocinio preclaro.
El día antes del sábado de Pascua, una oleada de iluminación espiritual llenó la mente mortal y el corazón humano de Jesús de desbordante y afectuosa piedad por las multitudes espiritualmente ciegas y moralmente ignorantes reunidas para celebrar la antigua conmemoración de Pascua. Fue éste uno de los días más extraordinarios que el Hijo de Dios viviera en la carne; y durante la noche, por primera vez en su carrera terrenal, apareció ante él un mensajero autorizado de Salvington, enviado por Emanuel, que dijo: «Ha llegado tu hora. Ya es tiempo que comiences los asuntos de tu Padre».
Así, cuando las pesadas responsabilidades de la familia de Nazaret descendían sobre sus hombros juveniles, llegaba al mismo tiempo un mensajero celestial para recordar a este muchacho, que aún no había cumplido los trece años, que había llegado la hora de empezar la reanudación de las responsabilidades de un universo. Fue éste el primer acto de una larga sucesión de acontecimientos que finalmente culminaron en la consumación de la encarnación del Hijo en Urantia y de la colocación del «gobierno de un universo sobre sus hombros humanos-divinos».
Con el paso del tiempo, el misterio de la encarnación se tornó para todos nosotros cada vez más incomprensible. Apenas podíamos comprender que este muchacho de Nazaret era el creador de todo Nebadon. Y todavía no comprendemos cómo el espíritu de este mismo Hijo Creador y el espíritu de su Padre Paradisiaco están asociados con las almas de la humanidad. A medida que pasaba el tiempo, podíamos observar que su mente humana discernía cada vez más el hecho de que, mientras vivía su vida en la carne, en espíritu la responsabilidad de un universo estaba sobre sus hombros.
Así termina la carrera del niño de Nazaret, y comienza el relato de su adolescencia—de este ser humano divino cada vez más autoconsciente– que ahora comienza a discurrir su carrera en el mundo mientras lucha por integrar su gran propósito de vida con los deseos de sus padres y las obligaciones para con su familia y para con la sociedad de su tiempo y edad.
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