Así pues ciertos hijos indignos de Micael, que habían acusado a su padre-Creador de obtener el poder del gobernante en forma egoísta y se habían atrevido a insinuar que el Hijo Creador se mantenía en el poder arbitraria y autocráticamente debido a la lealtad ciega de un universo engañado de criaturas serviles, estos hijos serían silenciados para siempre, y dejados confundidos y desilusionados por la vida de servicio altruista que comenzaba a vivir el Hijo de Dios como Hijo del Hombre—siempre sometiéndose a «la voluntad del Padre del Paraíso».
Pero no nos engañemos: aunque Cristo Micael era verdaderamente un ser de origen dual, no fue nunca una personalidad doble. No fue Dios en asociación con el hombre; más bien fue Dios encarnado en el hombre. Y fue siempre precisamente ese ser combinado. El único factor progresivo en esa relación incomprensible era la comprensión y el reconocimiento autoconscientes y graduales (por parte de la mente humana) de este hecho de ser Dios y hombre.
Cristo Micael no progresó hasta llegar a ser Dios. Dios no se transformó en hombre en cierto momento vital de la vida terrestre de Jesús. Jesús fue Dios y hombre—por siempre y para siempre. Y este Dios y este hombre eran y son uno, igual que la Trinidad del Paraíso compuesta de tres seres es en realidad una Deidad.
No olvidéis jamás el hecho de que el fin espiritual supremo de la encarnación de Micael era el aumentar de la revelación de Dios.
Los mortales de Urantia tienen conceptos diversos de lo milagroso, pero para nosotros quienes vivimos como ciudadanos del universo local, hay pocos milagros, y entre éstos los más sobrecogedores son los autootorgamientos encarnacionales de los Hijos del Paraíso. Consideramos un milagro la aparición, aparentemente por procesos naturales, de un Hijo divino en vuestro mundo. Las leyes universales que rigen estos misterios están más allá de nuestra comprensión. Jesús de Nazaret fue una persona milagrosa.
En y a través de esta extraordinaria experiencia Dios el Padre eligió manifestarse como siempre lo hace,—de manera habitual– en la forma normal, natural y confiable de la acción divina.
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